domingo, 31 de mayo de 2015

A MI AMIGO JUAN


QUIEN LO ESCRIBIÓ

     Gracián Solirio, el autor, ha ido por el camino tratando de comprender lo incomprensible y sin ver lo evidente.
  Rosalino Carigi, el hombre, es otro ejemplo de los criados durante los años treinta y cuarenta en el Uruguay.
  República que sembró, en esos niños, ideales que los harían despiadados críticos consigo mismo y con los demás.
  Este libro resume las charlas, idealistas e incisivas, tenidas en una esquina por un hombre más con un loco más.
    Aunque, uno no es tan loco ni el otro es tan cuerdo.Tanto el loco como el cuerdo son hipotéticos. Pero...
¿Lo serán?



GRACIÁN SOLIRIO
(Rosalino Carigi)
2002 – 2003 (Rev. Octubre 2005)

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POR QUE SE ESCRIBIÓ

   Charlas Con El Loco De La Esquina fue en su inicio otro cuento más de un libro llamado Resaca.
   Un cuento sobre la charla que hubiese podido tener el autor con un imaginado amigo loco, en el barrio de su niñez.
   Pero, con el paso de los días fue en aumento la cantidad de cuentos sobre los encuentros de esos dos personajes.
   Eso llevó a considerar ponerlas juntas y como un libro aparte formado por esos relatos cortos.
    A veces se usaron temas, frases e ideas ya utilizadas en otros libros.
   Una loca libertad tomada por los años.
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DEDICATORIA



A los que tuvieron la fortuna
de vivir en la locura.














Pág. 4

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INTRODUCCIÓN

    En todas las ciudades, barrios, pueblos, hasta en el mínimo caserío, hay una esquina. Es un instinto ancestral del hombre cruzar un camino con otro.
    Y es seguro que en alguna de esas esquinas haya un loco. Un ser que, pareciéndose exteriormente a los demás, no sigue el ritmo de los otros ni sus ideas ni se apega a lo habitual.
  Su forma de actuar choca con los estereotipos de moda, sus pensamientos no son acordes a los convencionalismo en boga, pero atrae intimamente hablar con él y escucharlo.
    Unos dicen que es por reírse y otros por conmiseración, sin embargo no reconocen la verdad: Le admiran, le envidian.
    Rozitchner lo indica en forma acertada en una frase:
    “Porque locos no son todos los llamados, sino unos pocos elegidos: Son los que han jugado regresivamente su vida a la contradicción y se consumen en ella.”
    ¿Quién se atreve a vivir contradiciendo la mayoría? ¿Quién posee la valentía de expresarse sin temor a la opinión de los demás?... Sólo un loco. Los normales no tienen el coraje.
    Además, cuesta reconocer su singularidad y su inteligencia. No son seres del montón. No forman parte de esa masa gris, homogénea, y por tanto monótona, llamada sociedad.
    En cuento al intelecto, vemos que todo el que pensó o quiso hacer algo diferente lo tildaron de loco. Y, por ellos progresó la humanidad. Así fue, es, y será, porque así somos.
    En todas las ciudades, barrios y pueblos, hay una esquina. Y es seguro que en alguna de esas esquinas haya un loco.
        El de la esquina de mi barrio se llamaba Juan.
    Como tanto Juanes, como tantos locos.
    Siempre se le veía en la esquina. Cuando no estaba allí, nos preocupaba. Somos hechos a lo habitual hasta en la locura.

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      Lo habitual constituye la rutina de nuestra existencia. Lo que salga de la normalidad nos altera, nos causa un desasosiego primitivo. Tememos el cambio como un peligro.
      Aún somos el primate que recorre el sendero diario y debe reconocerlo a cada paso. Ante cualquier variación recelamos, sea una flor o una piedra, sea un trinar o un rugido.
      Como ese antropoide, nos acostumbramos a encontrar en el camino otros simios de diferentes grupos; y ante los cuales demostramos mutuamente la fingida indiferencia, o el gesto de sumisión, o el de dominio, o... el grito de reconocimiento.
      Lo normal era ver en la esquina a Juan. Y cada tanto verlo gesticular. Hablando con ese ser invisible que llevaba dentro. Ese ser que todos tenemos y con quien hablamos a veces.
      Pero el loco posee la virtud de hacerlo evidente. Los demás ocultamos esa conversación tras una máscara de formalidad y, ante el temor de los otros, las llamamos reflexiones íntimas.
      Juan tenía un atractivo peculiar, como todos los locos; hasta en su descuido, su forma extravagante de vestir, su manera peculiar de razonar... Siempre atrae alguien distinto.
      No podría definir su edad. Era así cuando fui niño y me divertía burlándome de él, lo vi igual cuando llegué a joven con el surgir de los sueños de la vida; y siguió de la misma manera cuando, hombre ya; me enfrenté a la realidad.
      ¿Sería yo el que cambiaba y el loco seguía igual?... ¿O yo siempre fui el mismo y los locos eran diferentes?
      Pero, de mañana, de tarde, anocheceres, días de semana o festivos, era agradable hablar con él. Por tanto éstas son las:

CHARLAS CON EL LOCO DE LA ESQUINA.
...oo0oo...
Su Amigo de la Esquina.
Octubre, año 2002

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01... SALUDANDO

      Viernes de tarde. Llego a la esquina. El loco Juan apoyado en ella. El canto de la pared debe lastimarle, o se redondeó de tantos años recostándose en él. Me acerco al hombre.
      –Hola, Juan... ¿Cómo estás?
      –Aquí, parado en la esquina.
      Lo observé. Se hallaba algo barbudo, y pregunto con cariño:
      –¿Por qué no te afeitas, Juan? Te verías mejor.
      –A veces tengo ganas y otras no. ¿Y para qué? Si uno lleva barba y usa camisas nuevas es el señor Juan, si tiene barba y camisas viejas es el loco Juan.
      –Eres único. –dije sin disimular mi admiración.
      –Como tú. Nadie es igual a otro. Pero todos se esfuerzan en ser normales. Y, si todos son según las mismas normas, terminan siendo iguales. Aunque, a nadie le gusta que le digan que es igual a otro. Ven, vamos a sentarnos en el cordón.
      Sacó un ajado pañuelo, limpió el borde de la acera e insistió:
      –Siéntate tranquilo. Está limpio. Además, recuerda cuando estudiabas. Me contaste que habían encontrado ciudades antiguas enterradas en el polvo. Si lo hubiesen limpiado todos los días no las hubiesen encontrado.
      Largué la risa y fui a sentarme junto al loco, quien señaló:
      –¿Te das cuenta? Desde aquí podemos ver las dos calles. Los dos extremos de cada una. Y fíjate, son iguales. El inicio es idéntico al final, porque no tienen ni principio ni fin. No importa si una calle sube o baja, si es plana o ondulada.
      Lo miré, tenía la vista perdida en un extremo de la calle, allá lejos, donde estaba la escuela de mi infancia. Y lo dejé seguir:
      –¿Te acuerdas cuando eras niño? Tú también me gritabas junto con tus compañeros, los que me tiraban piedras.


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      –Es que... ¡tú nos decías cada cosas! –me justifiqué fuera de tiempo– Los de la barra te atacaban, pero tú nunca huías.
      –Una vez leí, –indicó el loco– que el niño es el padre del hombre. La maldad del hombre a veces la frena la conciencia. La maldad del niño es cruel porque es natural.
      Sabía que Juan tenía una biblioteca de amarillentos libros. El hecho de ser anormal no indica falta de inteligencia. Por lo contrario; hay casos que leer y pensar, enloquece. Y siguió:
      –Tus amigos terminaban yéndose, pero tú no. Te quedabas cerca, y al final te sentabas conmigo a charlar... como ahora.
      Hice un gesto, sonría al recuerdo de un niño desgreñado.
      –¿Sabes por qué me tiraban piedras, se reían? –preguntó él, explicando enseguida– Porque tenían miedo. La gente teme o se burla de lo que no entiende. Tú nunca me tuviste miedo. Quizás me ves parecido a una parte de tu forma de ser. Desde niño fuiste distinto a tus amigos. Ellos se hicieron mayores.
      –Yo también me hice mayor.
      –No. Tú creciste, pero mantuviste algo del niño dentro tuyo. En cambio ellos se convirtieron en normales, en otros más.
      –¿Qué quieres decir? ¿Qué no soy normal?
      –¿Alguno de tus amigos normales se sentaría en el cordón de la esquina conmigo? Sólo alguien medio loco lo haría. Hay que serlo para sentir como un niño y hacer cosas naturales.
      Quedé pensando en lo dicho por el loco de la esquina.
      –¡Ándate! –exclamó él bruscamente, poniéndose de pie.
      –¿Por qué? –dije parándome, temiendo haberle ofendido.
      –Porque se me durmió una pierna. Iré caminado despacito para que no se despierte. Al llegar a la casa me meteré en la cama con cuidado... para dormirme yo igual.
      Se fue. Anochecía. Y yo me fui despacito también.
...oo0oo...


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02... HORMIGAS

      Otra tarde. Vuelvo para la casa. Camino por la calle. Las baldosas flojas de la acera hacen tropezar.
      En la esquina está el loco. Interrumpe su monólogo solitario y, con una sonrisa amplia, llena de sana picardía, me dice:
      –Hola... ¿Cómo estás, Juan?
      –Aquí, en la esquina. –respondo, siguiendo la broma– ¿Por qué me llamas Juan? Ése es tu nombre.
      –No es sólo mío. Es de todos. Los curas dicen que somos iguales ante Dios, los políticos que somos ciudadanos iguales. Si yo me llamo Juan, los demás hombres se llaman Juan.
      Moví mi cabeza ante su silogismo, había momentos que no se podía rebatir sus argumentos. Y continué en el tema:
      –Está bien. Los hombres somos Juan... ¿y las mujeres?
      –¡María!... ¿qué otro nombre pueden tener? Algunas veces se ponen otro, pero siempre son la María de alguien.
      Reí por fuera, en tanto buscaba el fondo de la frase. La brisa arremolinó unas hojas, arrastrándolas a nuestros pies.
      –¿Por qué no vas a la esquina de enfrente? –le indiqué– Siempre estás aquí. Allá no te pega tanto el viento, y el balcón de arriba te protege de la lluvia y el sol.
      Juan me vio con ojos desorbitados. Me di cuenta que había tocado un punto sensible de su fuero. Y, serio, me respondió:
      –Ésa es una ochava. Las cuadras así no tienen esquinas, tienen ocho lados y ocho ángulos obtusos, pero no esquinas. Para ser esquina debe tener noventa grados o menos.
      –La verdad es que tienes razón...
      –¡Claro que tengo razón!... La gente se pasa diciendo que sólo los niños y los locos dicen la verdad. Además, allí sería Juan el de la Ochava; y yo soy Juan, el loco de la Esquina.


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      Una reflexiva sonrisa asomó a mi rostro, no me interesaba si atrás de alguna celosía algún vecino criticaba.
      –Tú también eres medio loco. –continuó el demente– Tienes una casa con garaje y auto. Pero, vas y vuelves caminando.
      –Sí. Soy de los raros que andan a pie. Los demás, sumisos a la norma de clase media actual, deben ir en vehículo propio.
      Me observó intrigado, esperaba que yo siguiera.
      –¿Sabes algo, Juan? Cuando uno se acostumbra a andar sentado y que algo lo lleve a todas partes, se envicia con eso. Y nunca se resigna a ser otra vez un humano natural bípedo.
      La mirada de él me hizo dudar por un momento quien era el loco de la esquina... ¿él o yo? Por suerte, el orate se puso a jugar con unas hormigas que iban por el borde de la pared.
      –¡Míralas!... ¡Míralas!... –repetía– Unas detrás de otras... las que van, corren desesperadas a buscar su carga... las que vuelven, vienen tambaleándose por el peso de la que llevan...
      De pronto se interrumpió. Su vista fue hacia la lejana calle donde me había dejado el transporte. Una hilera de vehículos corría por ella. Otra hilera de seres humanos se movía.
      El loco Juan volvió a sus hormigas, repitiendo:
      –¡Míralas!... ¡Míralas!... Unas detrás de otras... –y agregó– Pero, fíjate, hay unas pocas que se salen de la formación, van por todos lados, buscan, se paran, miran... parecen locas.
      Mi amigo enajenado quiso tomar una hormiga de la hilera y ponerla en otro lado para que estuviese sola, libre. Pero ésta clavó sus pinzas en el dedo, haciéndole gritar desquiciado.
      –¡Hormigas!... ¡Hormigas!... ¡son malas!... ¡son malas!
      Y gritando así, se fue el loco de la esquina.
      Yo quedé solo en la penumbra, mirando la fila de hormigas, la fila de autos, la fila de gente.
...oo0oo...


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03... LA CAJA

      Al bajar del transporte esa tarde, vi que en el horizonte había nubarrones. Posiblemente el día siguiente lloviese.
      Cuando llegué a la esquina, el loco Juan tenía una caja de zapatos bajo el brazo. Muchas veces lo había visto con ella.
      Me acerqué a él. Estaba abstraído. Fija la vista en el oeste.
      –Hola, Juan... ¿Qué miras con tanta atención?
      –¡Párate frente a mí! –ordenó– Así podemos hablar mientras espero que llegue... a veces dura tan poco.
      Obedecí. No conviene no hacerle caso a un anormal y, aún menos; a los normales. Nunca se sabe cual será su reacción.
      Me puse un poco de lado para no estorbar su fija y demente mirada hacia el lejano horizonte. El loco sonrió complacido.
      –Dime, Juan... –pregunté para romper el silencio– ¿Qué edad tienes? Cuando yo era niño, tú parecías un muchacho. Ahora, que soy un hombre, tú aparentas mucho más joven.
      –Es que hay años cortos y años largos. –respondió– Una vez me contaste que si un astronauta volviera luego de mucho andar en el universo, encontraría su gente más vieja que él.
      Si el astronauta viajaba en el espacio, el loco Juan tenía la suerte de poder hacerlo en un tiempo sin lógica y sin razón. Vi que miraba su vetusto reloj. Desde años atrás estaba roto.
      –¿Por qué no me das el reloj? Te lo haría arreglar. –dije.
      Por un momento quitó la vista de la lejanía para observarme como si yo delirara. Me mostró el reloj, diciéndome:
      –¿Qué hora es? ¿Qué hora marca?
      –Seis menos seis... pero... –respondí.
      –Seis menos seis es igual a nada. –aclaró él– Y para mí el tiempo siempre está en seis menos seis.
      Volvió con su obsesión hacia el occidente, hasta que...


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      –Mira... mira... ¡qué lindo atardecer! –exclamó, enloquecido.
      –Sí, el sol se está ocultando en el horizonte. –indiqué.
      –No seas loco. –reaccionó el demente– El sol no se oculta ni aparece, es la tierra que gira dejándolo atrás o llegando. Pero, la gente es tan anormal que sigue diciendo que sale o se va.
      Enseguida, Juan abrió la caja de zapatos poniéndola hacia los arreboles. Cuando perdieron intensidad, la cerró rápido. Me vio con una mirada de aprecio. Y, dándome la caja, dijo:
      –Lo iba a llevar conmigo para la casa. Pero, tómalo. Sé que tú lo cuidarás como yo.
      –¿Qué es? –me intrigaba la atención que ponía al contenido.
      –El crepúsculo. Los colores de las nubes. Eso tan lindo Si abres la caja en la noche entrará la oscuridad, si lo haces en el día entrará la luz... y los dos lo hacen morir.
      –Entonces, no la podré abrir nunca.
      –Sí. En el ocaso y en la aurora, que son hermanos gemelos. Y al abrirla verás que los colores volverán al cielo.
      –No me des tu caja. Te quedarás sin tus crepúsculos.
      –Es cierto. –reflexionó un rato– Pero, tú eres mi amigo. Te presto la caja hasta mañana. En la tarde me la devuelves. Y cada vez que la necesites, me la puedes pedir.
      –Gracias... –yo estaba emocionado. No sabía si por el gesto de amistad o por lo que, según él, estaba en la caja.
      Y, en la penumbra de la noche, Juan fue para su casa.
      Yo tomé para la mía. Llevaba la caja con cuidado, temía que se abriese y entrara la oscuridad, perder la hermosura del crepúsculo. Ni me atreví a abrirla en la aurora siguiente.
      Fue un gris y descolorido amanecer.
      Sentí alivio cuando esa tarde pude devolverle la caja a Juan, el Loco de la Esquina.
...oo0oo...


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04... LA PELOTA

      Sábado de tarde. Hora de la siesta. La calle está silenciosa. La mayoría de los hombres están viendo algún juego, o con sus esposas duermen la modorra.
      Salgo de la casa. En la esquina está Juan. Contengo la risa. Su apariencia es por demás estrafalaria.
      Tiene un sombrero de paja, similar al de los campesinos; una franela de un conocido equipo deportivo, los cortos pantalones desflecados evidencian haber sido cortados de unos largos, y los zapatos de tela muestran unos atrevidos dedos asomando.
      Hace rebotar en la acera una pelota. Es de goma, pero tiene dibujadas las poliédricas figuras de una de fútbol. Con pericia, tanto la patea o la lanza al aire como si fuese básquetbol.
      Pero, no produce ruidos. No quiere molestar a los vecinos.
      Cruzo la calle. El verme acercar me tira el balón. Lo atajo con poca gracia y lo devuelvo con aún menos. El loco ríe.
      –Sí, búrlate. –le digo– Nunca fui bueno en deportes.
      –¿Te das cuenta que todos ellos tiene una pelota para jugar, –me indica– el fútbol, el básquetbol, el voleybol, el béisbol, el ping-pong, el tenis, hasta ése que sirve para caminar: el golf.
      –Bueno, no todos. –aclaro– La esgrima, el remo, la natación, y otros no tienen pelotas. Y, también son deportes.
      –Estás equivocado, –dice el demente– deporte es cuando unos locos millonarios juegan en un estadio para que muchos normales pobres paguen por perder la razón.
      Me reí ante la realidad. Volvimos a los años de la infancia.
      –¿Te acuerdas cuando jugábamos aquí en la calle? –dice él– Bueno, cuando jugaban tus amigos y tú.
      –Mis amigos... –murmuré, añorando– ¡Qué barra tan grande fuimos! Y ahora apenas si nos vemos y casi ni nos hablamos.


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      –Recuerda que ellos cada tarde se iban. –dijo Juan– Cada vez se fueron más lejos. Ellos cambiaron, pero tú no. Tú no te volviste diferente a lo que fuiste e indiferente a lo que eras.      De pronto el desquiciado se puso serio, espetando molesto:
      –Todavía quisiera saber porqué no me dejaban jugar. Y las pocas veces que lo hacían siempre me ponían de arquero.
      –Eran partidos de chiquilines. –quise consolarlo– Además, tú cada vez que agarrabas la pelota no la querías devolver.
      –¿Por qué tenía que darla? Ustedes se la pasaban de uno a otro, luchaban por tenerla. Cuando estaban delante mío, me la pateaban con fuerza. Si yo la agarraba era mía, no la iba a devolver... así no se peleaban más ni me la iban a patear.
      –Tu intención era buena, pero había que jugar de acuerdo a las normas lógicas del juego...
      –¿Normas del juego? ¿Lógicas? –cortó el loco– En el fútbol no se puede tocar la pelota con las manos, en el básquetbol con los pies, en el voleybol no puede caer al suelo y en el béisbol hay que tirársela al contrario para que le pegue con un palo... Yo creo que todas esas normas las puso un anormal.
      –Sí, Juancito... –murmuré meditando– no sólo esas normas, todas las normas. Lo natural no necesita normas.
      –Con ito soy Juancito, con azo soy Juanazo, con ote soy Juanote, con acho soy Juanacho, con ostre soy Juanostre...
      Volví a sentirme bien, el loco de la esquina retornaba a su demencia. Los aparentemente ridículos razonamientos sobre el deporte nos habían llevado a un campo peligroso.
      –¿Te das cuenta? –siguió él– Le agregas unas letras y mi nombre puede ser dicho con cariño, con admiración o con desprecio. Sin embargo, siempre es el mismo Juan.
      Y, haciendo malabares con la pelota, el loco se fue.
      Yo quedé solo, el silencio de la tarde era profundo.
...oo0oo...

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05… EL BALERO
Basada en El Loco, de la “Barca de Caronte”

      Domingo anocheciendo. Vuelvo con la familia de hacer un paseo. En la esquina está Juan bajo la luz artificial del poste. Me extraña verlo, no acostumbra quedar hasta esa hora.
      Está bien vestido, peinado y sin barba. Apoya, elegante, un pie en el muro Aún hay alguien que lo atiende, alguien que lo ama. La primer prueba de amor es cuidar al ser querido.
      Quien lo ve podría creer que es un joven esperando la mujer de sus sueños. Pero, al mirar sus manos observará que tiene un balero y, comprendería que es el Loco de la Esquina.
      Dejo mi gente en la casa, digo que voy a hablar con Juan. Los hijos ni prestan atención, la esposa sacude la cabeza y nada expresa. Hace tiempo que no existen contradicciones.
      Llego a la esquina. De algún vetusto jardín llega el perfume de flores nocturnas. En el cielo, una redonda luna amortigua la estrellas. Pocos autos, y menos gente, se ven en las calles.
      –Hola, Juan... ¿qué haces tan tarde?
      –Hola, Juan... ¿qué haces tan tarde? –él repite, burlón.
      Sonreímos ante la consabida broma: Todos somos Juanes.
      –¿Y qué haces con ese balero?... ¿O lo llamas perinola?
      –Debería ser bolero. –aclara el loco– Porque se juega con una bola, aunque hay lugares que tiene forma de pera. Es que cuando las bolas pierden fuerza quedan como una pera.
      Largamos la risa, la picardía no es única de los normales. Y, como todo enajenado, Juan oscila en su charla:
      –¿Qué hago con él? Pues... lo que todos. Trato de embocar. A veces se acierta, y otras veces no.
      –Hay algunos que siempre meten el palito... –dije, agrio.
      –Sí... –siguió él– Tienen esa destreza. Pero, fíjate, nunca están conformes. No satisface lo que se consigue fácil.

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      Fuese por la noche, los recuerdos, o la charla, pregunté:
      –Juan... ¿alguna vez tuviste novia?
      –¿Estás chiflado? ¿Crees que habría alguna tan demente? Aunque, varias se me arrimaron burlonas, les gustaba tenerme cerca. La mujer siempre admira al hombre excepcional, sea un triunfador, un sinvergüenza, o un loco. Los hombres normales las aburren, aunque terminan casándose con ellos.
      –Pero... ¿Tú, te enamoraste? –torpe, seguía preguntando.
      –Sí. Cometí la locura de enamorarme. Ella era hermosa. Su rostro me recordaba la luna, su perfume a las flores, su voz a la música. Cada vez que le decía esas cosas, ella tocaba mi cara murmurando suavemente: "Loco, loco"... Pero ella se enamoró de otro, de un cuerdo, y la gente se reía de mi amor. Acaso, ¿se necesita ser normal para amar?
      –No. –le respondí– Nada más anormal que amar. El amor es en sí una locura. Nada tiene de normal que dos personas diferentes, que piensan distinto, y de gustos disímiles; se unan compartiendo casa, comida y cama.
      Juan me miró con una sonrisa, como si le extrañase lo que yo había dicho y le correspondiese decirlo a él. Y siguió:
      –Una tarde pasó la mujer con su hombre, me miró, acarició la cara de él, y dijo: "Loco, loco"... Todos rieron, yo también reí. Es más fácil reír que llorar. Desde entonces amo las flores, la música, la noche, la luna. La luna nunca se burla de mí.
      –¿Qué sucedió luego? –quería saberlo por él, los recuerdos se agolpaban en mi mente en forma desquiciada.
      –Ellos se casaron, tuvieron hijos. Salen los domingos... esas locuras que hace la gente normal. Yo seguí siendo Juan, el Loco de la Esquina... algunas tardes charlo con el hombre.
      Y, jugando con el balero, se marchó bajo la luz de la luna.
      Y, aunque nunca acertaba, por momentos lo envidié.
...oo0oo...

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06... LA CANCIÓN
Basada en El Loco, de la “Barca de Caronte”

      Era de noche cuando bajé del bus. El tránsito estuvo lento por un accidente. En la esquina encontré a Juan, el loco.
      –La luna juega a la rueda rueda... La rueda, rueda. Rueda, rueda... Rueda, rueda.. –entonaba una infantil canción.
      –¿Qué cantas? –pregunté asombrado.
      –No canto. Recuerdo a un viejo amigo. Era un loco.
      –Todos tenemos algo de poetas, de locos, y de niños. –dije.
      –No todos. –él completó– Los normales, no. El poeta es un niño que creció con un loco dentro de sí. Un loco es un niño que tuvo la poesía de no crecer. Y un niño es un poeta loco.
      –En lejanos tiempos, –indiqué– a los orates se les oía con respeto. Hoy los aprisionan y son tratados por inhumanos que quieren llevarlos a la normalidad. Pero, a veces, son los que los aprisionan quienes encuentran el camino de la locura.
      Reímos, la risa de los locos tiene sonido de eternidad.
      –¿Qué le pasó a tu amigo? ¿Yo lo conocí? –pregunté.
      –Era el que caminaba contra los autos de la avenida...
    –¡El hombre del bulevar! –exclamé, pensando en el accidente.
      –No. El loco. Uno más. Él estaba afuera, los otros dentro de los autos. –divagó– Carros, hombres... y el camino es igual.
      –No. Los carros van en la calle, los hombres en la acera.
      Sonrió mirándome con compasión, y sentenció:
      –Los automóviles son cuadrúpedos que llevan un bípedo adentro, y tienen los pies redondos. Los hombres son bípedos que llevan un cuadrúpedo dentro... y tienen los pies planos.
      Tuve tentado de reírme, pero Juan prosiguió con tristeza:
      –Mi amigo también estaba enamorado de la luna. Se ponía furioso con los autos. Decía que los focos le robaban la luz a su amor. Tanto molestó a los automovilistas que lo encerraron.

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      –¡Ah, fue eso!... Me preguntaba que habría sido de él. –dije.
      –Lo de todos. Momentos de encierro y de libertad. Hoy se escapó. Fue al bulevar. Atardecía. La luna lo miró desde el horizonte. Su luz era débil. Los vehículos encendieron sus focos. Se echó a la vía golpeando a los cuadrúpedos de pies redondos. Les pedía que dejaran tomar fuerza a su amor.
      –¡Qué locura! –exclamé– ...pero qué hermosa locura.
      Juan me vio como si yo fuese un cofrade. Y siguió narrando:
      –Ella se ocultó tras una nube. Llegó una bestia mecánica rugiendo sobre sus circulares patas. Sus ojos encandilaban. Los demás cuadrúpedos metálicos la apoyaban con gritos. Mi amigo le hizo frente, defendía su amada. La bestia lo lanzó al aire. Ahí su loca alma se desprendió. Los autos se detuvieron. Los hombres bajaron como dementes de las cajas con ruedas. ¿Por qué los llamados normales, se vuelven tan anormales?
      –No sé... –medité– Tal vez cuando parecemos normales, realmente ocultamos nuestra realidad anormal.
      Me miró como si el loco fuese yo, y continuó:
      –Vino una ambulancia. Se llevaron el cuerpo. Salió la luna. Rodeó con su luz el alma del Loco del Bulevar y fueron felices.
      –Lástima que para hallar la felicidad debió irse. –murmuré.
      –No se ha ido del todo, algo de él está en nosotros. –dijo.
      –Juan... ¿Cómo supiste todo? ¿Estuviste en la avenida?
      –No, nunca. Ésta es mi esquina. Yo tengo que estar aquí.
      Y, con una misteriosa sonrisa desquiciada, Juan se marchó.
      De la penumbra llegaba una canción infantil alejándose:
      –"La luna juega a la rueda rueda, la rueda rueda, rueda...
      Me fui. Sentía una paz íntima. Esa noche dormí en calma.
      ¿Sería el agotamiento del día de trabajo?
      ¿O saber que un loco había logrado la felicidad?

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07... DOMINGO

      Domingo. Me levanto tarde. Oigo que mi esposa y los hijos están arreglándose para ir a la iglesia. Hay que cumplir con el ritual acostumbrado. Yo, hace tiempo que lo abandoné.
      Lleno el termo con café caliente, podría ser té o cualquier otra infusión... a esa hora, ese día, y esa edad, me da igual.
      En el morral que llevo diariamente al trabajo coloco el termo con un paquete de galletas. Luego de bañarme, me pongo unos amplios pantalones cortos, una franela vieja, una gorra descolorida y unas chancletas obsoletas. Estoy cómodo.
      Aviso a mi familia que voy a la esquina, a charlar con Juan. Me responden que, al ellos volver del templo, iremos al club a almorzar. Les digo que está bien... ¿para qué decir que no?
      Al llegar a la esquina encuentro al loco Juan con un traje que debe haber sido de algún familiar, camisa limpia de bordes gastados, zapatos pulidos, y una ajada corbata Se le nota incómodo, pero es domingo y quien lo cuida le ha vestido así.
      Pienso que al vernos juntos, creerán que el demente soy yo.
      –Hola, Juan. –le digo– Acompáñame a tomar un café. Vamos a sentarnos en el banco de la ochava de enfrente.
      Mira nervioso su esquina, no la quiere abandonar.
      –Vamos... –insisto– Desde allá la vemos. La puedes cuidar mientras charlamos. Traje galletas de anís.
      Sé que esas galletas son una debilidad de mi amigo, y la ochava tiene un saliente que invita a sentarse.
      El dueño de la casa lo realizó para romper la monotonía del liso muro, y resultó para romperle la paciencia a él. Pero, hace años que ya no protesta si alguien está ahí.
      Nos sentamos. Juan limpia el lugar. Se ve que le han dicho que debe cuidar la ropa. Pobre Juan, hoy no parece el Loco de la Esquina sino un loco más.

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     -¿Vas a ir al templo? –pregunto, dándole una galleta.
      –No. No quiero volver. Ahí dicen muchas locuras y cantan cosas que no entiendo. Una vez pregunté que significaban, y se rieron. Pero no me explicaron, para mí que nadie lo sabe.
      –Estoy de acuerdo. –dije, ofreciéndole café en la tapa con mango– Lo que pasa que es más fácil creer que razonar.
      –Gracias... puedo manchar el traje... –Juan lo rechazó, pero la gula le vencía– ¿me das otra galleta?
      Se la entregué, y mordisqueándola me preguntó:
      –¿Tú consideras que Dios es ese viejo con cara de malo? –dio otra mordida– ¿Y que tuvo un hijo que también es dios?
      –No, yo no creo. Pero cada uno cree lo que quiere. La gente necesita pensar que existen seres superiores, mitos.
      –Yo tampoco puedo creer. Los sacerdotes dicen que es el dios de toda la humanidad. Pintan a Dios y su hijo barbudos, blancos. Negros e indios no tienen barba y son de otro color. Sin embargo, ellos también forman la humanidad.
      Vimos llegar de vuelta a mi familia. Desde la puerta de la casa me hicieron señas. Debía cambiarme de vestimenta.
      Me había liberado de ir a la iglesia, el templo de la religión. Aún no me podía librar de ir al club, el templo de la sociedad.
      Juan se levantó del banco para cruzar la calle. Volvía a su lugar. Volvía a ser el Loco de la Esquina. Pero antes me miró. Parecía un niño, un niño vestido de hombre con ropa de otro.
      –¿Me puedes dar otra galleta? –rogó en forma infantil.
      Le di el paquete completo. Le brillaron los ojos de alegría.
      –Eres un amigo. –dijo– ¿Sabes?... a veces creo en Dios.
      Fui al club. Mi gente estuvo divirtiéndose con los normales.
      Y yo, recostado en una silla, bajo un árbol, pensaba que había un dios distinto para los locos. Un dios más natural.

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08... EL FAROL
Basada en El Loco, de la “Barca de Caronte”

      No recuerdo que día era, sólo que desde temprano persistía la garúa alternando con salidas de un sol abrasador.
      Juan pasaba corriendo de su esquina a la protección de la ochava y viceversa. Cuando amainó me acerqué, saludando:
      –¡Qué tiempo tan... feo! –por poco digo “loco”.
      –¿Cuál? –preguntó– ¿El de las horas o el del cielo?
      No supe que responder. Y preferí desviarme en preguntas:
      –¿Por qué te desagrada la lluvia?
      –Por que son las lágrimas de las nubes después que se han peleado entre ellas. No me gusta que se pelee nadie...
      Retornó la garúa. Corrimos a la ochava. Y allí le aconsejé:
      –¿Por qué no te vas? Te puedes enfermar.
      Me vio con sus ojos desquiciados. Sin embargo, insistí:
      –Sí, ya sé. Tienes que cuidar la esquina. Pero en las noches vuelves a tu casa... ¿quién la cuida entonces?
    –¡El farol! Él también es mi amigo, él lo hace cuando me voy.
      Recordé cierta vez que hubo apagón eléctrico. Juan llegó con una linterna. No se fue de la esquina hasta que volvió el suministro de energía. Era un loco, pero no un irresponsable.
      Quise explicar a mi demente amigo la verdad sobre la lluvia. Y vi que en sus momentos lúcidos tenía un amplia cultura.
      –¿En que parte de tu camino aprendiste tanto? –exclamé.
      –¿Mi camino? –hablaba consigo mismo– El inicio fue como el todos. ¿Cuántas anormalidades hacen las criaturas? Luego nos enseñan a hablar, y perdemos la naturalidad. La gente se toma el derecho de hacer preguntas, exigiendo una respuesta. Van amoldando con palabras la mente del niño para que actúe igual a ellos. Y, si no lo consiguen, le llaman loco.
      La lluvia paró. Volvimos a la esquina. Y el orate siguió:

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      –Cuando era pequeño, la gente reía porque yo plantaba semillas entre las piedras. Allí es donde hacen falta árboles. Me tenían lástima porque pasaba horas mirando las nubes. No sabían que era un mundo mío, y sólo existía para mi realidad.
      –Yo también jugaba con las nubes. –dije con nostalgia.
      –Una vez me enviaron a un instituto. –continuó– Allí dijeron que nosotros éramos excepcionales. Los demás, comunes. ¡Qué lástima sentíamos por ellos! Estuve poco, mis padres prefirieron educar mis hermanos. Ellos lo necesitaban, yo no.
      –Es que los normales viven aprendiendo. –comenté.
  –¿Normales?... –largó una loca carcajada– ¿Qué es la normalidad?... ¿Son normales los que dicen ser así?
      –No estoy seguro, hacen tantas locuras. –dije, empujando un diario trabado en la boca de la alcantarilla cerca de la esquina.
      –Fíjate, –expresó, sonriendo agradecido– prisioneros en el cuadrado de la normalidad necesitan una escalera para subir al techo, una ventana para mirar fuera, y una puerta para pasar al otro cuadrado. Yo, para subir al cielo tengo mi fantasía, sentimientos para mirar el horizonte, y no me encierro en ningún cuadrado. Por eso me dicen loco.
      –Dichosa locura... viviríamos mejor con ella. –exclamé.
      –Me costó aprender a contar. –prosiguió– Acaso...¿Importa saber cuantas flores hay para ver su belleza? Pero aprendí una linda canción. Y que, si divido el ocho quedan dos tres, uno al derecho y otro al revés, o dos ceros uno arriba del otro.
      Sonreí. Su matemática era lógica. El farol se encendió.
      Y el Loco de la Esquina se fue cantando en la penumbra:
      –Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho; y ocho, dieciséis...
      Y yo también me fui en una calle limpia por la lluvia.

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09... EL PICHÓN

      Llegué temprano esa tarde. Tenía el anormal presentimiento que Juan, el Loco de la Esquina, me estaba esperando.
      Así lo era. Sin embargo, no estaba apoyado en el ángulo de la pared. Se hallaba bajo el árbol cercano, viendo hacia arriba.
      Otra vez tenía una caja de zapatos en las manos. Pero ésta era más chica y con pequeños agujeros en la parte superior.
      Hizo señas para que me acercase. Levantó la tapa, dentro había un diminuto, feo, mísero y desnutrido pichón de gorrión.
      Gorriones o pásulas abundaban en esos meses anidando entre las horquetas y ramas de los reverdecidos árboles.
      –¿De dónde lo sacaste? –pregunté, asombrado.
      –Se cayó esta mañana de allá arriba. –dijo acongojado.
      Señaló una ramificación alta donde se veía la paja del nido.
      –Tuvo suerte de no matarse con el golpe. –indiqué.
      –Cayó sobre unas hojas secas. –siguió él– Lo oí chillar. Lo recogí. Busqué la caja, y cada tanto le doy pan mojado.
      Me extrañó que la pareja de gorriones no estuviese piando y revoloteando enloquecidos en busca de su cría.
      –Te estaba esperando... –me lanzó de sopetón– ¿Podrías devolverlo al nido? Tú tienes una escalera. Anda, tráela.
      –Está bien. Pero tú salvaste al pichón, así que lo subirás.
      –No, súbelo tú. –su cara de aberrante se sonrojó– Tengo miedo de caer. Y como él, no aprendí a volar.
      Reí, mi amigo Juan era loco pero no tonto. Traje la escalera.
      Los vecinos, al verme así en la esquina y en el atardecer, estarían diciendo que el demente era yo. Pero, hacía mucho que no me importaba la opinión de los demás.
      Apoyé la escalera en el tronco. Los ojos del enajenado brillaban de felicidad al darme la caja con el pajarito.


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      Subí hasta la rama. Al acercarme al nido tuve una sorpresa. ¡Estaba ocupado por una atiborrada y fuerte cría! Demasiado grande para un nido de gorriones. ¡Era un pichón de tordo!
      Furioso, quité al vividor poniéndole en la caja. Y acomodé en el nido, en su nido, al pobre pichoncito que llevaba.
      En el horizonte atardecía. Quedé un rato en la rama viendo los arreboles. Los pájaros volvían a sus hogares. Una pareja de gorriones saltaba desesperada en las ramas cercanas.
      Eran los padres de la cría. Me sentí bien. Esa noche un feo, diminuto, mísero y desnutrido pichón tendría sustento y calor.
      Bajé. Juan me aguardaba con expresión de perturbado.
      –Creí que te ibas a quedar ahí arriba. –dijo– Y que mañana en el amanecer te irías volando con los demás pájaros.
      –¡Cómo me hubiera gustado hacerlo! –respondí– Pero... me falta tu locura para poder volar.
      El demente abrió la caja. Le asombró hallar otro pichón... y aún más grande. Le expliqué a mi loco amigo lo sucedido:
      –Mira, Juan. Es un tordo. Un ave que deja los huevos en los nidos de otros pájaros. Nace antes que los demás pichones. Y los pájaros, creyéndolo su hijo, alimentan esa enorme boca.
      –Pobrecitos... –murmuró el desquiciado.
      No comprendí si lo decía por los padres o por los tordos.
      –No es todo. –continué– Si las otras crías no mueren de hambre; el tordo, que crece más fuerte y grande, empuja fuera del nido a los débiles y verdaderos hijos de la pareja.
      –¿Qué haremos con él? –había pena en su voz.
      –Es un parásito. –dije con rabia– Tíralo a la alcantarilla.
      –¡No!... –gritó– Aunque sea eso, es un pichón... lo cuidaré.
      Y Juan, el Loco de la Esquina, se fue con la caja.
      Y yo, llevándome la escalera... lo admiré.

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10... ROEDORES

      Habían pasado rápido las semanas. Sucede eso en verano. Era feriado, y en ese día en medio de la semana donde no se está aún cansado del trabajo ni se tiene las energías iniciales.
      Luego de una inútil siesta salí a la puerta. Miré la esquina.
      El infaltable loco Juan estaba allí. Otra vez con la pequeña caja de zapatos. Imposible que hubiese caído otro pichón, ya todos volaban acompañando a sus padres o independientes.
      Fui donde mi demente contertulio. Al acercarme noté que sobre la caja tenía el suplemento de un diario conocido.
      –¿Qué día es hoy? –preguntó sin saludar, alterado.
      –Miércoles... –y, burlón, agregué– el atravesado.
      –¡Qué desgracia!... Perdí un día. Acá dice jueves. –exclamó, señalando el encabezamiento del periódico.
      –Tranquilo, Juan. Es un ejemplar de la semana pasada.
      –Ayer la vecina me dio el martes y hoy me da éste. ¡Se me perdió un día!... ¿Dónde van las días perdidos?
      Hubiera querido saberlo yo también pero, preferí desviar la conversación para sacarlo de su inquietud y, pregunté:
      –¿Tienes aún el pichón de tordo en la caja?
      –¡No! Ya lo crié, y un día se fue... nunca más volvió.
      –Tenía que ser un parásito, –dije rudo– así te agradeció.
      –Yo no lo cuidé para que se quedara, sino para que volase. –respondió contento– Ahora, cuando veo un pájaro por el aire creo que es él y que lleva una parte mía.
      Me sentí un miserable normal frente a tan noble desquiciado.
      –Lo que tengo en la caja son ratoncitos. –siguió– ¡Pobres!... aún ni abren los ojos. Los hallé en el galpón. La madre debe haber caído en una trampa. Chillaban de hambre... los criaré.
      –¿Te los dejarán tener en tu casa? – pregunté extrañado.


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      –Sí, ahora sí. Ya se fueron mis hermanos y mi padre. Sólo queda mi mamá. Ella me quiere mucho. De chico, cuando me pegaban los otros niños, iba a refugiarme en ella. Mi madre. me abrazaba y lloraba, mezclando sus lágrimas con las mías. ¡Pobre madre! Es normal, y siente que algo de ella hay en mí.
      Juan calló, se perdía en sus enajenados e íntimos desvaríos. Yo respeté su silencio, pero pronto retornó a hablar.
      –Mi padre habría matado los cachorritos de ratón, decía que eran malos porque comían la comida de las gallinas. Pero, él también era malo: Criaba las gallinas para matarlas, comerlas y robarles los huevos... ¡Claro!... a él nadie le decía nada.
      –Nuestra infancia fue un época de severidad. –opiné.
      –Nunca pude estar junto a mi padre, –siguió mi loco amigo– me miraba furioso y, si intentaba acercarme, un bufido colérico marcaba la distancia. ¡Pobre padre! Era tan absurdamente normal que temía reconocer algo de él en mí.
      –No sólo él. –acoté, reflexionando– Siempre tenemos miedo de vernos como realmente somos.
      De pronto, de la boca de la alcantarilla, salieron varias ratas en la penumbra. El farol no se había encendido aún. Juan abrazó la caja, envolviéndola en el periódico viejo.
      –¡Ratas, ratas!... –gritó desquiciado– ¡Son malas!...
      –Son familia de los ratones. –le dije para calmarlo.
      –¡No! Las ratones son tímidos, temerosos... Las ratas son salvajes, pelean entre ellas. Se parecen a la gente.
      El farol se iluminó. Las ratas volvieron al albañal.
      Mi demente amigo se marchó con su caja, repitiendo:
      –Ratas, ratas... son malas... gente, gente.
      Esa noche me costó dormir. ¿Sería por la siesta?
      ¿O me roía la historia de Juan, el Loco de la Esquina?

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11... PAYASEANDO

      Fue la mañana que volvimos del entierro de la vieja maestra. Tan vieja que nadie quería decir que había sido su alumno.
      En la esquina estaba Juan. El vecindario se escandalizó al verlo. Tenía un pequeño sombrero de payaso, largo blusón de vivos colores, pompón rojo en la nariz, y otras locuras más.
      Después de criticarlo en susurros colectivos, cada chismoso entró en su casa. Yo dejé mi familia y fui a hablar con él:
      –Juan... ¿Por qué estás vestido así? No es Carnaval.
      –Porque murió mi maestra. Ella me enseñó a ser payaso.
      –Juancito, –dije compasivo– tú nunca fuiste a la escuela.
      Me miró con esa sonrisa limpia, sin prejuicios. Parecía como si hubiese caminado sin ensuciarse con el polvo del camino.
      –Sí, fui... pero dejé de ir enseguida. Los niños me pegaban, los directores me castigaban. Es el desquite de los que están presos, cuando cae entre ellos uno que tiene la libertad.
      –¿Entonces?... ¿En qué época fuiste su discípulo?
      –Cuando se jubiló, cuando se volvió vieja, cuando los demás alumnos la olvidaron... ella fue mi maestra. Mi madre y ella me enseñaron a leer. Me gustaba. Los libros no se burlan.
      –Sí... –murmuré– pero hay quienes se burlan de los libros.
      –Mi vieja maestra decía que la única forma de aprender es olvidando la seriedad. Que el ser más sabio es el payaso. Es fácil hacer llorar, simple hacer reír y muy difícil hacer sonreír.
      –¿Por qué no nos dijo eso en la escuela? –pregunté.
      –Por que ahí van los normales. La escuela instruye pero no educa ni da cultura. –respondió– La vieja maestra me enseñó a ser payaso mientras aprendía a leer. Por eso estoy vestido así. Ella estaría contenta al verme... ¿Por qué ir de negro y triste?... Cuando alguien muere debe haber alegría.
      –Juan... siempre da tristeza perder a alguien querido.

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      –Eso es ser egoísta. –afirmó– Piensan en ellos y no en los que se fueron. Quienes creen en Dios tiene la felicidad de ir con él. Y quienes no creen, la dicha de encontrar el final.
      –Felicidad es un loco mito humano. –reflexioné, agregando– Entonces... Dime que te enseñó la vieja maestra.
      Colocándose en pose de payaso, sacó un caramelo y dijo:
      –¿Cómo pongo el dulce debajo del sombrero sin quitarlo?
      –Imposible. –afirmé, con pedante suficiencia.
      Mi demente amigo puso en su boca el caramelo y lo comió. Me vi ignorante y ridículo. El orate había resuelto el problema.
      –Si divido el uno... ¿Qué queda? –preguntó el loco payaso.
      –Depende del divisor. –respondí, recordando la escuela.
      Juan tomó un palito del suelo. Me lo mostró, luego lo partió varias veces, puso los trozos uno al lado del otro, explicando:
      –Si divido el uno, me quedan unos más chiquitos.
      No pude menos que reír. Reía de mi torpeza, de mi nulidad en ver las cosas naturales sin complicaciones intelectas.
      –¿Sabes que es triste? –manifesté al desquiciado payaso, y yo me respondí– Cuando éramos niños veíamos nacimientos, bautizos, cumpleaños... ahora sólo vemos velorios.
      Juan se acomodó la falsa nariz roja, y torció el sombrero.
      –Siempre hay nacimientos, cumpleaños y velorios. –indicó– Lo que cambian son nuestros ojos. De niños sólo ven los que nacen. Al envejecer sólo ven los que mueren.
      Quedé maravillado. La vieja maestra había formado un gran alumno. El loco de la esquina se puso firme y, oyendo una íntima música de circo, vestido de payaso comenzó a marchar.
      –¿Entonces?... ¿Entonces?... ¿Entonces?... –repetía.
      Sentí ganas de seguirlo... sin embargo, volví a mi casa.
      Los vecinos estarían serios, pero la vieja maestra sonreía.

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12... VUELOS

      Encontré a Juan corriendo con una caña. En la punta de ella tenía un hilo y, atado a éste, un pajarito de papel.
      El demente iba de un lado a otro de la esquina buscando el viento que hiciera agitar en lo alto su artificial ave.
      Cada tanto se ponía en pose de declamador para recitar:
      “Anoche soñé que volaba,
      y al mar y los cerros llegaba...
      Allí los gatos revoloteaban,
      y la miel de las flores tomaban...”
      Recordé que de niño yo también tenía sueños donde podía volar pero, me venció la lógica de hombre normal y, le dije:
      –Juan... los gatos no vuelan.
      –Los de mi sueño, sí. Y con alas de muchos colores.
      –¿Te gustan los gatos?
      –Cuando no arañan, sí. Tienen el pelo suave, miran lindo.
      –¿No te gustan los perros?
      –¡No! Siempre me ladran. Parecen bravos. Aunque, si el dueño los llama se arrastran a sus pies como miserables.
      –Pero... los gatos comen pichones.
      –Los de mi sueño, no. ¿No ves que tomaban miel? Volaban con ellos, eran sus amigos. Un amigo no lastima a otro amigo.
      –Sin embargo, hay pájaros que matan a otros en su vuelo.
      –También hay hombres que lo hacen... y le dan premios.
      Por momentos estuve tentado de preguntar si los premiaban por matar pájaros o hombres en el vuelo, pero callé; y él siguió corriendo con su pajarita mientras reprochaba:
      –¿Por qué la gente quita las plumas largas a las gallinas?
      –Son las remeras. –expliqué– Sin ellas no pueden volar, se quedan en el suelo, no remontan a los árboles. No escapan.


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      –¿No es suficiente que las encierren? –gritó en delirante carrera– ¿Tienen que lastimarlas para que no vuelen?
      Juan sacudía la caña en el aire con loca furia, y continuó:
      –Pobres... cada mañana ponían un huevo, un futuro pollito, cacareaban contentas, pero venía la gente y se lo robaba.
      El papel se rompió del hilo, salió volando. Primero subió en un remolino, luego fue bajando en vaivenes, para finalmente caer en un charco sucio y ser arrastrado al albañal.
      –Se perdió mi pajarito de papel... –musitó el enajenado.
      –Lástima que fue a parar a la alcantarilla. –acoté, pensando que así sucedía con los sueños.
      –Pero voló solo, subió alto, nada lo tenía atado... –dijo Juan, feliz como si él hubiera sido quien había estado en el aire.
      Arrastrado por mi insensata manía de normalidad, pregunté:
      –Juan... ¿tú crees que eres loco?
      –No lo sé. Eso es lo que dice la gente... ¿tú que piensas?
      –Creo que eres distinto a los demás... por suerte.
      –¿Por suerte para mí o... para ti?
      Me miró con una inexplicable sonrisa. Le devolví una igual sin saber que decir. Permanecimos en silencio. El desquiciado fue hasta el árbol, agachándose en la acera. Buscaba algo.
      Recogió una hoja seca, la ató al hilo de la caña y comenzó a correr contento, haciéndola revolotear, mientras iba recitando:
      “Anoche soñé que volaba,
      y al mar y los cerros llegaba...”
      Quedé largo rato en la esquina, metido en mis pensamientos.
      Juan, el loco de la esquina, había reemplazado la pérdida de un pajarito de papel por el revoloteo de una hoja seca.
      Lo importante era hacer volar algo sobre él.
      Y se me agolparon los recuerdos de pajaritos perdidos.

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13... LAS TUERCAS
Basada en un viejo cuento popular.
      Se había encendido el farol de la esquina. El loco Juan y yo estábamos por irnos. Pero él corría mariposas de la noche.
      Vimos llegar en su coche a un vecino, uno de los muchos con automóvil. Y, como todos los que tenían vehículo propio, llegaba más tarde de los que usábamos el transporte público.
      Las masas de autos atiborrando las avenidas, a paso de tortuga y recalentado los motores, era el precio por el status de ir en cuatro ruedas y figurar como dueños de un coche.
      Al llegar el carro a la esquina nos asustó el estallido de uno de los neumáticos delanteros. El vehículo se inclinó de trompa como un animal herido. Y éste era un cuadrúpedo de metal.
      El vecino frenó dejando el coche cerca de la alcantarilla. Bajó con mal humor, y esbozó un saludo forzado hacia el loco Juan y yo. A ningún chofer le gusta que los demás vean que su automóvil tiene fallas, que no puede seguir rodando.
      Abrió el portaequipajes. Buscó las herramientas y la rueda de repuesto. La llevó delante. Comenzó el cambio. Aflojó las tuercas de la averiada y las puso dentro la taza tapacubos.
      Ya tenía subido el coche con el gato y había sacado la llanta desinflada cuando Juan, en desquiciada colaboración, le dijo:
      –Disculpe, señor... ¿Quiere que le ayude?
      Yo preferí callar. Sabía cuanto molestaba a los choferes la impertinencia de un peatón. Más aún, si era conocido.
      El accidentado devolvió una sonrisa fingida, respondiéndole:
      –No te molestes... Gracias... Ya estoy terminando.
      Me disgustó el tuteo a mi demente amigo, a quien antes él ni saludaba. Pero los normales tienen la costumbre de tomarse confianza con aquellos que no lo son. Se creen superiores.
      –No voy a dejar que éste, que le falta una tuerca, toque mi auto... –susurró, mirándome en busca de tácito apoyo.

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      Pero el loco, sin oírle y viendo la calle, deliraba diciendo:
      –Los perros señalan su territorio orinando, los automóviles lo hacen con huellas de frenadas y manchas de aceite.
      Quizás mis ojos furiosos, o lo expresado por Juan, hizo que el hombre retomara con rabia el trabajo.
      Al mover la rueda nueva para hacer coincidir los agujeros con los tornillos, rodó la mala apoyada en el auto; y ésta dio a la taza, tirándola con las tuercas a la alcantarilla.
      –Ese hueco es hondo y sucio. –indiqué, agregando irónico– A Juan le faltaba una tuerca, pero a usted le faltan todas.
      –Ahora sí que estoy en un problema. –se lamentó el vecino.
      –No veo cual es el problema. –dijo Juan, el orate.
      –¿Con qué voy a apretar la rueda? –explotó molesto.
      Y el desquiciado, corriendo tras una mariposa, fue diciendo:
      –Quítele una tuerca a cada una de las otras ruedas y tendrá tres tuercas. Con ellas puede fijar la rueda que puso.
      Era tan lógico que, enloquecido de alegría, el vecino lo hizo de inmediato. Luego que hubo guardado todo en el coche, el hombre no pudo contenerse y, agradecido, dijo al trastornado:
      –¿A ti te dicen loco con la idea que me diste?
      –Es que yo soy loco... no tonto.
      Tres carcajadas unísonas llenaron el lugar.
      Desde esa noche, el vecino cuando pasa y ve a mi demente amigo, intercambia unas palabras con él. Sin embargo lo hace desde dentro el coche, sin bajarse, con la ventanilla abierta.
      Teme que lo vean los demás. No se atreve a ser un bípedo natural que charle con el loco de la esquina, a ser un individuo que luego vuelva a su casa pensando en lo que hablaron.
      Y a veces con el alivio de haber reído juntos.
      Es tan lindo reír entre locos. Ya que en este camino...
      ¿Quién es más loco, más tonto, o más normal que otro?
...oo0oo...

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14... LAS LATAS

      Fue el sábado al volver de vacaciones. Dejé mi gente en la casa acomodando aquel manicomio de ropas y cosas. Como siempre, más de la mitad volvían sin ser usadas.
      Me dirigí a la esquina. Quería charlar con el loco Juan. Lo encontré con el rostro rojo. Se notaba que había tomado sol.
      –Hola, Juan...¿estuviste veraneando?
      –Ayer fui con mamá. Nos llevó mi hermano, un chiflado por la playa. A mí no me gusta, allí hacen muchas locuras.
      –¡Por fin abandonaste un poco la esquina! –exclamé burlón.
      –No la dejé sola. Le dije al árbol y al farol que la cuidaran. ¡Cómo los extrañe! A uno por la sombra y al otro por la luz.
      Vi que mi demente amigo sostenía en sus manos una lata, una de ésas para bombones o dulces, que luego sirven para guardar infinidad de cosas. Se veía muy usada.
      –¿Qué tienes en esa lata? –pregunté, imprudente.
      –Mis tesoros... –y la abrió mostrándomelos.
      Una piedrita de colores, una medalla de escudo indefinible, algunas bolitas de vidrio, tapas de bebidas, varias figuritas en papel de aluminio, pequeños animales de porcelana y, dentro de un roto estuche, un barato anillo con sus iniciales.
      –Me lo dio mi padre cuando enfermó. –dijo, poniéndoselo– Entonces me dejaba estar cerca de él, pero... se murió.
      Quedé en silencio. ¿Qué historia tendría cada una de esas cosas? Y Juan volvió a su forma desvariada de ser:
      –¿Tú no tienes un lata con tesoros? –inquirió.
      –Sí, de chico la tuve. No sé donde habrá ido a parar.
      –Tú guardabas en una lata un juego de mecano, –siguió él– unas tiritas de hierro con agujeros... Atornillándolas, hacíamos aviones, barcos, casas... hasta pajaritos. ¿Te acuerdas?
      La fabulosa memoria del enajenado despertó mis añoranzas.

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      Lo dejé diciéndole que esperase, que iba a ver si la podía encontrar en el viejo galpón de la casa. Luego de registrar entre polvorientas cajas, la hallé. Incompleta, pero la hallé.
      Las piezas estaban llenas de óxido, una rápida lijada las hizo brillar. Los tornillitos, inexplicablemente, permanecían negros.
      Feliz, crucé la casa con mi herrumbrosa lata bajo el brazo. Mi esposa, al verla, reclamó donde iba con esa... porquería. Sin detenerme, respondí que a la esquina, a mostrársela a Juan.
      Y al llegar allí, con mi desquiciado contertulio, sentados en el cordón de la vereda, bajo la sombra del árbol, cerca del farol, comenzamos a armar recuerdos de nuestra infancia.
      Fuese por las añoranzas o por lo sucedido poco antes, se me humedecieron los ojos. El loco Juan me miró preocupado.
      –Estás llorando... –dijo con verdadero afecto.
      Para él, llorar era algo natural. Pero yo, un hombre mayor, definido como normal, no lloraba y, mentí:
      –No... Me cayó en los ojos alguna pelusa del árbol.
      –No te frotes. –aconsejó solícito– Cuanto más roces lo que te molesta, más se clava, más duele. Aguanta un ratito... y lo que lastima se irá sin darte cuenta.
      Sonreí con tristeza, niños y dementes dicen la verdad.
      –¿Tú, qué eres? –preguntó Juan, apretando un tornillo.
      –Soy un técnico, trabajo en una empresa. –respondí.
      –No... eso es lo que haces, no lo que eres. Tú eres mi amigo, el que charla aquí conmigo, y el que tiene un tesoro... una lata con viejas piezas de mecano.
      –¿Y tú, qué eres? –musité con la voz tomada de emoción.
      –¿Yo?... Yo soy Juan, el loco de la esquina, amigo tuyo, amigo del árbol, amigo del farol, y también tengo un tesoro... una lata con una piedrita y con el roto estuche de un anillo.
      Callamos, las latas brillaban al sol como si fuesen de oro.
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15... LA VINCHA

      Aún había sol cuando llegué esa tarde.
      Y Juan, mi amigo loco, estaba en la esquina. En su frente lucía una cinta con los colores patrios. ¿Cuales?... Da igual, todos los países tienen una divisa con que atar al pueblo.
      La banda llevaba impreso una palabra muy manoseada.
      –¿Cómo te encuentras? –dije para no caer en su juego.
      –Yo no me encuentro, yo estoy. –respondió burlón– El que me encuentras eres tú que estás llegando.
      –Está bien... siempre me embromas. –reí, preguntando– ¿Cómo estás? ¿Qué haces con esa vincha en la frente?
      –¿Cómo estoy?... Si estuviese del lado de adentro de estas paredes, estaría en un rincón y viviría arrinconado. Pero estoy del lado de afuera, en la esquina, y vivo en libertad.
      Dijo esa palabra con énfasis, señalándola en la cinta.
      No quise desilusionar al loco diciéndole que era sólo una tira de tela con colores y que esa palabra se podía usar para todo.
      –Por dentro son un rincón, por fuera una esquina. –repetí reflexionando– Y... las paredes son siempre las mismas.
      –Ellas sí, el lugar de la persona no. –aclaró el desquiciado– Cuanto más paredes levantas, más te quedas prisionero.
      –Pero sin ellas... ¿Con que soportaríamos el techo? –inquirí.
      –El árbol tiene copa y no tiene paredes, el farol una cubierta y no paredes... el cielo es una bóveda inmensa sin paredes. –respondió– Pero el hombre normal enloquece por cerrarse él, y a los demás, entre muros, techos, pisos.
      –Recuerdo un cuento. –narré– Astronautas humanos llegan a otro mundo. Encuentran seres avanzados que, viendo a los viajeros como bípedos inferiores, los aíslan para investigarlos. Estando así, los humanos hallan un animalito y le hacen una jaula. Poco después, otra mayor para un astronauta rebelde.

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      –¿Cómo termina el cuento? –el demente estaba intrigado.
      –Los seres avanzados de ese mundo liberan a los humanos. Los consideran desarrollados. Porque sólo una raza civilizada es capaz de aprisionar a otros y a su misma especie.
      –¡Paredes!... ¿Paredes!... –Juan volvía a sus desvaríos– ¡Gente!... ¡Gente!... ¿Para qué se encierran en un cuarto?
      –Para protegerse del sol, la lluvia, el viento, el frío. –dije.
      –¡Ah!... ¿Sí?... Entonces dime: ¿Por qué luego a las paredes le abren ventanas? Dicen que para ver afuera, para que entre la luz y el fresco. O sea, lo que no querían. Pero, después le colocan vidrios para que no pase el frío y el viento. Y, luego, a continuación, persianas y cortinas para que no penetre el sol.
      Solté una carcajada ante la ridícula realidad, el orate siguió:
      –Como son normales tienen que abrir un hueco para poder pasar. Pero ponen una puerta en el agujero, y a la puerta le colocan cerraduras, travesaños, rejas, para que no se pueda abrir. Quisiera saber: ¿Por qué ellos dicen que yo soy loco?
      Nuevamente me reí, pero una amargura fina se colaba.
      –El agua en tuberías, –continuó él– la luz en cables dentro conductos, el calor vuelto gas en cañerías. Todo lo encierran.
      –Los pasajeros en los transportes, –añadí– los obreros en fábricas, los empleados en oficinas, los niños en escuelas, las familias en las casas. –y en voz baja pensé– Las ilusiones, los ideales, los recuerdos... dentro uno.
      –Pero yo soy libre, aquí afuera, con mi vincha. –dijo el loco.
      El farol se encendió, cada uno tomó su camino.
      Esa noche me desvelé. Me sentía prisionero de las paredes, de las persianas, de las puertas, de la casa, de mi mismo...
      Recordaba a Juan, el loco de la esquina. Un ser libre.
      La libertad no estaba en la vincha, estaba en él.

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16... PAPELES

      El viernes de noche había llovido fuertemente. Sin embargo, apenas salió el sol, se vio que iba a ser un día de reverbero.
      A eso de las nueve de la mañana me dirigí a charlar con mi amigo Juan, el loco de la esquina. Ya fuese por el sopor o la canícula, él se encontraba más desquiciado de lo normal.
      Tenía una desusada libreta. Con un diario se había hecho un sombrero triangular, tipo bicornio, y puesto atravesado. Era una caricatura de Napoleón, la típica imagen de un demente.
      La calle estaba limpia por la lluvia. Permanecían cerca del cordón pequeños lagos de agua transparente, represados por las hojas muertas, emulando mares y lagunas.
      –¿Qué haces con eso en la cabeza? –pregunté, riendo.
      –Soy el almirante Nelson. Ésa es mi armada. –indicó teatral.
      Miré un charco. En él flotaban varios barcos de papel, esos que los niños realizan doblando una hoja de cuaderno. Las infantiles naves giraban al movimiento del caliente aire.
      –Haz el tuyo. –dijo el chiflado, dándome una vieja página.
      Intenté hacerlo, pero no recordaba como. Juan, burlándose y rompiendo unas páginas, armó y flotó mis navíos, indicando:
      –Los tuyos son cuadriculados, los míos a rayas.
      –¿Soy la escuadra española? –pregunté, siguiendo el juego– No tiene gracia, voy a perder la batalla.
      –Y yo perderé una pierna... –musitó, imitando un rengo.
      Luego quedó pensativo. Fue hasta donde la hojarasca y una piedra frenaban el agua. Las sacó. Un arroyuelo vació nuestro mar, llevándose las dos flotas de papel a la alcantarilla.
      –¿Por qué lo hiciste? –exclamé sin salir del asombro.
      –Sólo eran papeles... –indicó, tirando el bicornio al albañal– No iba a perder un amigo y una pierna por batallar con ellos.
      Hacía calor, pero sentí un temblor frío cerca del corazón.

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      –¿Te acuerdas de los avioncitos de papel que fabricábamos con el programa de cine? –añoré, llevado por la emoción.
      –Y que hacíamos volar en la luz del proyector. –dijo el orate, riendo– Películas de vaqueros con sombras de aeroplanos.
      Comencé a doblar una hoja tratando de formar uno de esos aparatos de papel. Era inútil, mi habilidad se había perdido como mi infancia. Otra vez vino el loco Juan en mi auxilio.
      Pronto salió de sus manos un avioncito de anchas alas y grueso cuerpo central. Propio de aquellos años, asemejaba un hidroplano. Lo catapultó y, planeando, llegó hasta mí.
      –Ya no son hacen de esa forma, –aclaró– ahora son así.
      Con otra hoja hizo rapidamente un avión alas delta, agudo. Tomando la fina cabina entre sus dos índices, me lo lanzó. Tuve que esquivarlo, pasó como un jet cerca de mi cara.
      –Otros tiempos, otras formas... –reflexioné en voz alta.
      –Sí, pero los papeles son siempre iguales... y usados.
      Miré a mi demente contertulio, lo había dicho viendo el aire. Caía en una de sus fases de delirio. En ese mundo especial de los locos. Callé en tanto pretendía hacer yo algo con las hojas. Obtuve un cubo y una pirámide. Cosas sin alas.
      –Dime... –preguntó el enajenado, volviendo a su realidad– ¿Por qué las personas, que no hablan con extraños, cuando son pasajeros se sientan juntos, apretados, y charlan?
      –Será que representamos distintos papeles. –ironicé.
      –Dicen estar volando en un avión. –seguía el desquiciado– La gente no tiene alas, va sentada. Los que vuelan son los pájaros, los aeroplanos... y los aviones de papel.
      Volví para mi casa. Juan, el loco de la esquina, se quedó.
      Llevaba en mi mano los avioncitos. Intentaría recordar como se hacía el viejo modelo. Pero, dentro mío una voz repetía:
      “Papeles... papeles... siempre iguales... y usados”.
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17... GUSANOS

      Sucedió una mañana ya cercano fin de año. Me avisaron que Juan estaba terriblemente desquiciado, que el loco lloraba en la esquina. Al salir a la calle comprendí la causa.
      Retorné rápido a mi casa. Tomé unas muestras del trabajo que estaba efectuando una hija para la escuela. Las coloqué sobre hojas de morera en una caja, y fui donde mi amigo.
      Temprano, un fuerte viento había sacudido los árboles de esa región austral, haciendo caer cantidad de nidos, insectos, y orugas. Por suerte, los pichones de las aves ya volaban.
      El demente me señaló a un bicho peludo subiendo el tronco.
      –Mira, que lindo es... –dijo– está volviendo a su follaje.
      –Ten cuidado. –aconsejé– No le toques los pelos, te arderá, por algo le dicen bicho de fuego.
      –Si lo aprietas se defiende. – justificó, tomando otro gusano del suelo– Pero, si lo tratas con cariño no te hace nada.
      Asombrado, vi que lo acariciaba. Luego lo colocó en la parte alta del tronco para que llegase a las hojas. Miré el rostro de mi enajenado contertulio. Aún había lágrimas en sus mejillas.
      –¿Por qué los exterminan?... ¿No ven que son hermosos?... ¿No saben que serán mariposas?... –preguntó acongojado.
      –Lo supieron; pero, con el tiempo lo olvidaron. –dije– Piensan que, como hay gusanos malos, hay que matar a todos.
      –También hay personas malas... ¿hay que matar a todas?
      No supe responder. Las vecinas, murmurando entre ellas, nos miraban con enojo y seguían barriendo las orugas hacia la alcantarilla. Cuando se acercaban, Juan decía con dolor:
      –Apaleados, golpeados, pisoteados, aplastados... pero no les alcanza, deben tirarlos a lo profundo, que mueran entre la basura. Si los hubiesen dejado crecer habrían sido realidades hermosas, volando libres, llenando de colores con su vida.

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      Por unos momentos creí que se refería a los sueños, a los ideales. Pero, miraba con tristeza a las agonizantes orugas.
      –Cálmate, nada podemos hacer contra la realidad. –dije, y le entregué la caja– Toma... son para ti.
      –¡Gusanos de seda!... –gritó emocionado– Los cuidaré...
      Quedó reflexionando un instante y me preguntó:
      –¿Por qué no matan a éstos?
      –Para el hombre sólo es dañino lo que no le da utilidad o lo que compite con él para sobrevivir. –indiqué agriamente.
      No quise decirle que a los gusanos de seda, convertidos en crisálidas, para que sirviese el hilo, los hervían vivos dentro los capullos antes que eclosionaran como alados.
      Luego, salvé del albañal algunos coleópteros y mariquitas que destruyen a las cochinillas perjudiciales. E ironicé:
      –Según la aerodinámica, los escarabajos no pueden volar.
      –Pero ellos no saben de aerodinámica, y vuelan. –dijo Juan.
      Me sentí tranquilo. Mi loco amigo volvía a su anormalidad.
      Semanas después vimos las pupas colgadas de las hojas. Al poco tiempo se llenó el aire de coloridas mariposas. La gente las admiraban... y al agarrarlas las clavaban con un alfiler.
      El hombre destruye lo que ama, y ama lo que le destruye.
      Un atardecer pregunté a mi desquiciado amigo:
      –Juan... ¿conoces el ciclo de las mariposas?
      –Sí... Primero son gusanos, luego crisálidas, después lindas mariposas, y ellas ponen huevos para otra generación.
      Pensé en los humanos. La mayoría se arrastran, algunos se encierran en una crisálida, pocos pueden salir de ella, los menos logran volar con alas de colores...
      Y me pareció que en la calle aún había muchos gusanos.
      Y, despidiéndome de Juan, el loco de la esquina, me fui.
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18... DISFRACES

      Principios de febrero. Sábado de Carnaval. Seis de la tarde.
      La familia ha salido a ver el desfile de máscaras, comparsas, y carros alegóricos, en el bulevar distante muchas cuadras.
      El silencio de la casa aprisiona. Tomo un par de banquetas plegables y voy para la esquina a charlar con el loco Juan.
      El demente acepta feliz el asiento. Nos recostamos contra los ladrillos de la pared, cerca del árbol.
      La planta se ha rebelado a la prisión impuesta por el mínimo cantero en la acera, y levanta con sus raíces las baldosas. Es difícil encerrar a quien lleva la libertad dentro sí.
      Juan coloca junto a él una gran flor de girasol con un largo vástago. Me imagino que debe ser una de sus locuras.
      –¿No fuiste al corso con tu gente? –me pregunta.
      –No. No me gusta esa alegría “a la carte” y estereotipada.
      –¡Vaya que palabras!... Sácales la careta, tradúcemelas.
      Me tenté de la risa, en esos días de carnestolendas todo era al son de murga... aunque el final de las murgas es triste.
      Las dije en lenguaje de comparsa, y a la vez le pregunté:
      –Y tú... ¿No te disfrazaste?
      –¿Para qué? ¿Acaso no nos disfrazamos cada día, cada mañana, y cada vez que nos vestimos? Si fuésemos naturales deberíamos ir desnudos, sin embargo nos ponemos estos disfraces que hoy son moda y mañana mamarrachos.
      Sonreí ante la lógica del anormal, y él continuó:
      –Pero es Carnaval... y disfracé al girasol.
      –¡Ah!... ¿Sí?... ¿Y de qué? –dije, mirando la vara.
      –De coliflor... Arriba es flor y abajo col.
      Recién caí en cuenta que el vástago estaba clavado en un repollo y el mismo lo mantenía en pie. Reímos a carcajadas.
      Si alguien nos veía, pensaría en un par de dementes.

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      Tomó la enorme flor y, luego de recortar el vástago, empezó a quitarle los pétalos uno a uno mientras iba entonando:
      –Me quiere... mucho... poquito...
      –Te vas a dormir sacándolos. –indiqué, burlón.
      –Ahora tiene el disfraz de margarita. –aclaró– ¿Acaso no es lindo dormirse sacando pétalos?
      No sabía que responderle, y el orate siguió:
      –Me quiere... mucho... poquito... me quiere... mucho...
      –Te olvidaste del nada. –le previne.
      –No me olvidé. En mi margarita no hay pétalos para el nada. Todos me quieren. Algunos mucho, algunos algo, algunos poquito... pero siempre con cariño.
      Se me humedecieron los ojos. Para disimular miré hacia la penumbra que comenzaba a rodearnos. En los árboles y jardines, las luciérnagas y bichitos de luz iniciaban su titilar.
      –¿De donde sacarán la luz? –él había seguido mi vista.
      –Es una reacción química. –expliqué; pero, recordando que era Carnaval, le quité la máscara– La llevan dentro ellos.
      –¡Qué lindo sería que nosotros llevásemos una luz! –dijo.
      –¡Tú la llevas!... –exclamé de corazón– La mayoría, no.
      Llegó mi gente del desfile. Vinieron a tirarnos papelillos y serpentinas. El loco de la esquina reía. Yo también.
      Luego cada uno retornó a su casa. Yo con una familia y un par de banquetas. Juan con un repollo y un girasol que había primero disfrazado de coliflor, después de margarita...
      Y en la oscuridad se iba perdiendo su voz diciendo:
      –Me quiere... mucho... poquito... me quiere... mucho...
      Los demás reían porque se olvidaba del nada.
      Y yo, con los ojos humedecidos, le admiraba por tener una flor a la que le faltaba ese pétalo.
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19... ELECCIONES

      Cuando llegué ese viernes al anochecer, aún retumbaban en mis oídos las proclamas de los demagogos y tenía grabado en la retina los repetidos colores de las propagandas.
      Al acercarme a la esquina vi que mi enajenado amigo estaba encima de una caja de verduras y con las manos levantadas.
      –¡Por favor, Juan!... –imploré– ¿También tú?
      –Si todos los políticos lo hacen. –indicó– ¿Por qué no lo puede hacer otro chiflado? Igual que ellos estoy parado sobre un cajón vacío de comida.
      –Tienes razón. –dije pensativo– Pero, tú eres mejor.
      –¿Ves? Ya te convencí sin decir nada. ¿Vas a votar por mí?
      Sacando de su bolsillo un papel celofán, lo sacudió.
      –Tienes mi voto. –respondí– Tu bandera es transparente. Y el mundo andaría mejor si lo dirigiesen los locos en lugar de los estadistas normales. ¿De donde sacaste esa base?
      –La encontré aquí, esta mañana. –explicó– Me subí en ella, a todos nos gusta mirar desde arriba. La gente se detiene a verme y algunas veces hasta aplaude... ¿están trastornados?
      –Es el instinto. –expresé– Sólo somos monos vestidos, aún consideramos líder al que esté más alto, sea en una rama, una tarima, un balcón... o en una caja de verdura.
      El desquiciado elevó las manos vitoreando. Algunas puertas del barrio se abrieron. Con molestia, las cerraron de nuevo. Juan desde su barato estrado arengaba a su invisible público:
      –¡Viva yo!... ¡Viva yo!... –repetía.
      –Juan... ningún político dice eso.
      –¿Acaso no es el resumen luego de toda la verborrea de sus discursos? –preguntó– ¿Viva yo... elíjanme... voten por mí?
      –Es verdad. Pero en política, la verdad es algo relativo. Y además te falta un slogan para arrastrar a las masas.

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      El demente quedó pensativo. Se miró el trasero y, con ojos desorbitados por la solución hallada, voceó:
      –¡Viva yo... voten por mí... por una cola para cada uno!
      Aunque al pueblo le gusta las promesas que luego no le cumplen, reí tranquilo. No había peligro que Juan continuase en la política. Tornaba a sus delirios.
      –Una cola para cada uno. –seguía declamando– ¿Por qué no tenemos cola? Los demás monos tienen...
    –Los antropoides; –interrumpí– como el gorila, el orangután, el chimpancé, el gibón, se parecen a nosotros y no poseen.
      –Por eso ellos están siempre de mal humor, serios, haciendo muecas. –Juan hablaba cual demagogo– En cambio, los que tienen cola juegan saltando y colgándose con ella de la ramas.
      –¿Te imaginas lo que sería si la tuviésemos? –pregunté.
      –De lo más lindo. –respondió el desquiciado– Las mujeres la llevarían ondulando, y en la punta le pondrían un pompón, una moña, o se la habrían perforado para colocar adornos.
      –¿Y los hombres? –el orate casi me estaba convenciendo.
      –Los serios la tendrían recta, en la punta a lo mucho con un corbatín. Y los pícaros la usarían para tocar a las muchachas.
      No pude aguantar la carcajada. Se movió y le aconsejé:
      –Bájate de ahí. Puede fallarte el apoyo y venirte abajo.
      Pensé que eso le podía suceder a todos los que incursionan en la política, de presidentes a dementes.
      Le di una mano al chiflado para que no cayese al bajar, él era de los buenos. Y Juan, el loco de la esquina, se fue.
      Desde la calle llegaba un nuevo pregón:
      –¡Viva yo... voten por mí... por una cola para cada uno!
      Y yo también me fui. Pero me llevé el cajón vacío de comida. Por si acaso. No fuera que otro loco quisiera subirse en él.
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20... UN FRÍO

      Atardecía cuando llegué a la esquina luego de una jornada agobiante y calurosa a pesar del cielo encapotado.
      Juan, mi demente amigo, se hallaba como siempre allí.
      Pero, me asustó verlo. Tenía puestos varios abrigos de lana bajo un chaquetón invernal. Y, con todo, cruzaba los brazos sobre el pecho, encorvado como frente a un clima congelante.
      –¿Qué te pasa, Juan?... ¿Estás enfermo?
      –No... No... –y completó viendo mi mirada de preocupación– Solamente tengo un frío, un frío hondo que no se va.
      La temperatura ambiente era aún alta, hacía sudar. Además, el loco sólo estaba arropado en el tórax, un ligero pantalón cubría sus piernas y en los pies llevaba unas alpargatas.
      –¿Cuándo empezaste a tener ese frío? –pregunté.
      –Cerca de mediodía, al ponerse el cielo gris. –dijo con rostro adolorido– Cuando fui a almorzar me puse esta ropa, pero no me lo quitó. Y en la tarde se fue haciendo más hondo.
      –¿Donde sientes el frío?
      –Aquí... Clavado aquí... –e indicó su corazón.
      Por un momento me angustié creyendo que se tratase de algo cardíaco, pero la expresión infantil y anormal de su cara me recordó que hablaba con Juan, el loco de la esquina.
      –¿Te duele?... ¿Cómo empezó?
      –Doler, no duele. Pero, se siente muy adentro. Comenzó de a poquito, cuando vi una señora llevando el hijo a la escuela. Me hizo acordar a mi mamá y yo yendo por primera vez.
      Comprendí el origen del frío que sentía Juan y lo dejé seguir:
      –Después fui recordando como me pegaban en el colegio, como se reían de mí, que nadie quería ser mi amigo, que mi padre me rechazaba, cómo mi madre lloraba.


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      Se volvió a encoger, parecía que el hielo le hiriese, y dijo:
      –Luego vino a mi memoria cuando encontré muerto mi primer gato en el fondo de la casa. Lo habían envenenado. ¿Por qué? Él y mi mamá eran los únicos que me acariciaban... Y el frío me dio una punzada que llegó hasta la espalda.
      Yo sabía que algunas vecinos, cuando las gallinas tenían pollitos, dejaban carne con veneno a los gatos. No comenté nada. Por otras cosas me sentía responsable de aquel frío.
      –Y pensaba... –siguió– Me enamoré y se burlaron. ¿Por qué no debo amar? Los bebés son tan lindos. ¿Por qué no debo tener hijos? Y cuanto más pensaba, más frío sentía.
      Permaneció callado un rato, y retornó a su tema:
      –Recordé que mi padre un día se murió, que mi maestra se murió. Él tuvo una casa, una familia, ella tuvo la escuela. Yo no tengo nada... Y al pensar eso, el frío se hacía muy hondo.
      –Tienes mucho. –musité a su lado– Tienes el viento, el color de las mariposas, el vuelo de los pájaros, el perfume de la flores, la fortuna de tu locura, las charlas de esta esquina...
      El farol encendió su luz. Juan comenzó a irse. Pero esa vez lo acompañé hasta su casa. Íbamos en silencio, por el centro de la calle, solos en medio de la oscuridad.
      Al llegar frente a su jardín se detuvo para decirme:
      –Gracias... siento menos frío. Tu compañía me dio calor.
      Quedé sin palabras. El loco de la esquina abrió la cancel. La ventana del recibo se iluminó. Al abrirse la puerta de la casa fue recibido por una viejita encorvada y un gato zalamero.
      Yo me fui en la penumbra deshaciendo el camino andado.
      Con cada paso volvía un recuerdo. Con cada recuerdo iba sintiendo un frío mayor en el pecho...
      Un frío que ningún abrigo podía quitar.
...oo0oo...


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21... LAS FIGURITAS

Porque lo que amamos lo consideramos
de nuestra propiedad. Alberto Cortez ”

      Atardecer de verano. Charlo con el loco en la esquina. Cada tanto nos quedamos en silencio viendo pasar la gente. Y, de improviso, el anormal me pregunta:
      –¿Quieres jugar a las figuritas?
      Veo que en las manos tiene un paquete de aquellas barajitas coloridas que traían los chocolatines de nuestra infancia, y las cuales reuníamos tratando de llenar un álbum.
      Las más populares eran con la foto de jugadores deportivos y diferentes estadios. También las había con paisajes típicos, personajes históricos, banderas, animales, artistas.
      Observo a mi enajenado amigo. Las canas abundan en su loca cabellera. En cuanto a las entradas de mi frente, les falta poco para llegar a la nuca. Es desquiciado jugar a esta edad, pero una nostalgia incontenible me invade al responderle:
      –Si es a la arrimadita, no cuentes conmigo. Nadie te ganaba en tirarlas para que quedasen pegadas a la pared.
      Luego de una delirante carcajada, mi contertulio acepta:
      –Bueno, entonces será a la payana. Anda a buscar tus figuritas, las que tienes en el galpón del fondo.
      –¿Como sabes que están ahí? –inquiero sorprendido.
      –Las debes tener aún. No pudiste echarlas a la basura. Tus colecciones de lugares, pájaros y animales, eran las mejores. Hasta en eso fuiste medio loco... no juntabas de jugadores.
      –Nunca encontré sentido hacer un mito de una persona sólo porque juegue, hable, o haga algo, con cierta habilidad. Creo que mientras alguien respire, se alimente y evacue, nadie será superior a otro... –e indico– Voy a buscar mis figuritas.

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      –No te olvides de preguntar a tus hijos si puedes agarrarlas, quizás ahora sean de ellos. –aconseja el aberrante.
      –¿Por qué?... –reacciono– Si fui yo el que las junté.
      –Tal vez actualmente las quieran. Sientan cariño por ellas... Si es así, serían de ellos. –y, con insensata sonrisa, completó– Porque lo que amamos lo consideramos de nuestra propiedad.
      No bajé a la calle. Me detuve en la vereda viendo con rostro de admiración a mi trastornado interlocutor.
      –¿Te extraña? –siguió él– ¿Acaso no dices: mi señora, mis hijos, mis padres, mi familia... y otros mis más? Sin embargo, tú no los compraste, son seres, nunca serán la posesión de alguien... son tuyos porque así lo sientes, porque los amas.
      –Te olvidaste agregar mis amigos. –musité emocionado.
      –No me olvidé. La amistad es una relación diferente. Se da sin exigir retribución. Ningún amigo se siente dueño del otro. Se es o no se es amigo. Y el amigo lo elige cada uno.
      –Es verdad. –reflexioné, parado como un poste más– Los padres nos dieron la vida porque así lo desearon. La pareja aparece como parte de la naturaleza. Los hijos nacen de esa consecuencia.. y de la voluntad de quienes deciden tenerlos.
      –Y la rueda gira y gira... –se burló el loco– Ven, no vayas a buscar nada. Ya no hace falta. Sigamos aquí, viendo junto a estos amigos: el farol, el árbol, la esquina, aquel perro...
      –A ti no te gustan los perros, no los quieres. –le recuerdo.
      –A ése sí. Es callejero, no tiene dueño... él elige sus amigos.
      Pasa una atractiva mujer. La miramos hasta que se aleja.
      –Juan... ¿has hecho el amor? –interrogo, imprudente.
      –Estás equivocado. –me responde– No se hace el amor, es el amor el que nos hace a nosotros.
      El loco tiene razón, sea bestial o tierno, el fin del sexo es la reproducción. La amistad no necesita de figuritas.
      Y, en aquel atardecer de verano, nos quedamos en silencio.
...oo0oo...
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22... PREGUNTANDO
Basado en ”Rocas, Cascotes y Adoquines.
      Dos de noviembre. Seis de la tarde. En la esquina está mi amigo, el loco Juan. Voy a charlar con él. Está usando un traje viejo y oscuro. Luce formal, intrigado. Me recibe diciendo:
      –Tengo un montón de preguntas. Quisiera tus respuestas.
      –Con gusto trataré de darlas. Pero, me falta tu sabiduría.
      –¿Por qué hay un Día de Difuntos y otro de las Madres? Yo todos los días recuerdo que mi padre murió y quiero a mamá.
      –Lo tuyo es lo natural, –opiné– pero la mayoría necesita fechas para todo. Carnaval para reír. Navidad para estar en familia. Reyes para regalar. Y hoy para recordar los muertos.
      –Esta mañana mi madre me llevó a misa y al cementerio. ¿Por qué hay que vestir distinto para ir allí? ¿Por qué la gente usa ropa lujosa en la iglesia. Si Jesús vivió pobre y predicó la humildad... ¿Por que hay tanto esplendor en los templos?
      –Es que el lugar para la devoción se ha convertido en un sitio de ostentación. Queremos aparentar con una riqueza externa la que nos falta por dentro. –reflexioné con acritud.
      –¿No crees que Dios es mujer? –deliró Juan y, continuó– Concibió el mundo. No permite adorar otras divinidades. Ama a los hombres. Tuvo un hijo. Sufre por las criaturas. No tiene edad. Se enfurece. Olvida a quien le sigue, le gusta que le rueguen... y da sus favores a quienes menos le hacen caso.
      No pude contener la risa, los vecinos estarían horrorizados.
      –¿Será cierto que Jesús murió en la cruz? –siguió el orate– Cuando era niño me dijeron que lo mataron los judíos. Luego, que había muerto por nuestros pecados. Y ahora, por su amor a la humanidad. Si siguen, va a resultar que Jesús se suicidó.
      Nueva carcajada mía. Y el demente me dijo con seriedad:
      –Sí. Te ríes. Pero no me das respuestas. Por lo menos... ¿Sabes si tienes galletitas de anís en tu casa?

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      Estaba seguro que había, y salí presuroso a buscarlas. Al volver hallé al desquiciado acariciándose pensativo el mentón. Luego de comer un par de ellas, retornó a sus interrogantes.
      –Si los judíos no mataron a Jesús, si los criminales no son malos sino enfermos sociales, si robar no es un delito sino un problema sicológico, si pecar no es inmoral sino una liberación sexual, si los invertidos no son degenerados, si la Física no es exacta... ¿Qué fue todo lo que nos enseñaron en la niñez?
      Esa vez no reí, por lo contrario la pregunta me hizo meditar. Afortunadamente mi enajenado interlocutor cambió de tema.
      –Estuve mirando en el cementerio. A los que mueren los colocan en fuertes ataúdes, a unos les echan metros de tierra encima, a otros les ponen pesadas lozas, rodean el lugar con altas paredes. Y, aún así, cierran las puertas a las cinco de la tarde. ¿Tienen miedo que los muertos escapen?
      –Juan... –murmuré– ¡qué difícil es contestarte!
      Pero él, perdido en su aberrante mundo, seguía hablando:
      –¿Por qué hay tanto espacio entre las tumbas? Ni que los muertos estirasen los brazos. Y cuando caminamos por los senderos... ¿No estaremos pisando sus espíritus?
      –Tal vez. –respondí, llevado por sus razonamientos.
      –¿Por qué cada cadáver debe tener ataúd? –continuaba él– Si los pusieran directo en la tierra y con un árbol encima, los niños podrían pasear bajo sus ramas y los deudos descansar a su sombra. Otra más: A los que viven cerca del cementerio... ¿le hacen algún descuento cuando mueren?
      Se encendió el farol. Juan, ya finalizando, me inquirió:
      –Dicen que preguntar es de mala educación, pero, dime... ¿Si no se pregunta, como se puede saber lo que se ignora?
      Y, sin preguntar más, el loco de la esquina se fue.
      Y, sin haber podido darle una respuesta, yo quedé solo.
...oo0oo...

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23... EL MANUAL
Basado en ”Rocas, Cascotes y Adoquines.

      Era una de esas tardes que invita a conversar. Y que mejor para hacerlo que con Juan, el loco de la esquina.
      Allí estaba, con su característica vestimenta la cual no podía decirse que era normal ni estrafalaria. Apoyado en la pared chiflaba bajito, mientras abría y cerraba una caja de cerillas.
      –¿Qué diferencia hay entre estos dos fósforos? –dijo, sin saludarme, mostrando el par pero uno al revés del otro.
      Era una broma infantil muy conocida, y respondí riendo:
      –Que uno tiene la cabeza del otro lado.
      –Te equivocaste... a ambos le falta otra cabeza. Si tuviesen las dos, no importaría en que posición se encontrasen.
      Tosí, era época de muchos cambios, fácil para acatarrarse.
      –¿Tienes tos? –inquirió el demente– ¡Tómate un purgante!
      –Por favor, Juan... ¿desde cuando eso quita el catarro?
      –Quitar, no lo quita... pero te vas aguantar antes de toser.
      Recién caí en cuenta que el desquiciado se burlaba de mí. El loco no era tan loco. Reímos los dos. Él sacó del bolsillo un manual de algún artefacto, y leyó una anotación:
      –La naturaleza, sabia, nos dio dos oídos y una sola lengua. Sin embargo, hablamos de más y escuchamos muy poco.
      –¿Dice eso en las instrucciones? –pregunté asombrado.
      –No. Lo vi en un libro. Y lo copié en éste, que no se usa.
      –Cierto. –dije mordaz– Cuando la gente compra un aparato, primero lo enchufa. Si no funciona, lo toquetea. Y luego, va a reclamar enojada. ¿Las instrucciones?... ¡ah!... ¿ese librito?
      Volvimos a reír. El desquiciado cambió de página:
      –Los políticos y los niños se parecen. Les gusta los cuentos: Recitan discursos incomprensibles, se cambian medallas, son mimados por las mujeres, y los hombres trabajan para ellos.

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      –Pero, los niños son inocentes. –añadí, sarcástico.
      Mi demente amigo esbozó una sonrisa, leyendo otra hoja:
      –La existencia debería ser al revés. Nacer viejos, y año a año decrecer. De esa manera, al llegar la juventud se tendría experiencia y vigor. Y cuando viniese el final seríamos bebés cuidados por los hijos ya mayores, que escucharían nuestras historias, para terminar en una ínfima célula, sin dolor ni ataúd.
      –Niños hombres, hombres niños... Algo perfecto. Madurar es el paso anterior a podrirse. –acoté pensativo.
      El orate hojeó el librito buscando otra cita, recitando:
      –En lugar de mamíferos deberíamos ser aves. La madre se evitaría cargar el pichón dentro ella. Y la hembra y el macho se turnarían para incubar el huevo y alimentar al polluelo.
      –¿Y si no quisieran incubarlo? –pregunté.
      –Pues... con el huevo se haría una gran tortilla. –contestó.
      Entre la risa me asomó una lágrima. Quizás fuese de reír o de tristeza, pensando en nuestra cínica e intelectual sociedad.
      –El hombre es sádico masoquista. –siguió leyendo– Nace libre, sin problemas, la tierra le da todo. Sin embargo se casa, crea ideales, mata y muere por ellos, complica las cosas naturales y las vuelve responsabilidades para trabajar.
      –Y se mete en las colas cuando la vía está más llena.
      Agregué eso con ironía. Luego pensé que el anormal era yo. El aberrante miró el farol rodeado por las mariposas de la noche. Algunas se quemarían en la luz. Me entregó el libro.
      –Te lo regalo... –dijo– tengo más de donde saqué éste.
      –Esas frases... ¿son copiadas o las inventaste tú?
      –Si son de un loco u otro loco... ¿que más da?
      Y el Juan, el loco de la esquina, chiflando bajito, se fue.
      Y yo tenía un manual de instrucciones... que nadie lee.
...oo0oo...


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24... TEATRO

      Faltando poco para llegar a la esquina percibí que Juan, el loco que se decía cuidador de la misma, estaba abatido.
      –¿Por qué estás tan triste? –pregunté a mi demente amigo.
      –No digas eso que me hace sentir peor... –respondió con pesadumbre– Un loco triste es un triste loco.
      Comprendí que sufría una gran depresión en su delirante mundo y, con todo mi afecto, volví a interrogar:
      –Nunca serás eso. Entonces... ¿Qué te pasa?
      –Ahí está el problema: que no se me pasa, sino se quedó dentro mío y no lo puedo olvidar.
      La amistad es la relación más profunda entre dos seres. No peca de superficialidad como el compañerismo, y menos aún de la volubilidad del amor. Por lo cual, le dije:
      –Cuéntame, soy tu amigo. El corazón es una caldera que las penas hacen subir la presión, y hablar es una válvula de alivio.
      –Te salió el técnico. –murmuró con una desquiciada sonrisa.
      Me sentí mejor, por lo menos había logrado que sonriera. A él, que hacía reír a todos los demás con sus locuras.
      –¿Qué quieres? –expresé– Todos somos actores. Ésa es mi representación. Con el tiempo, de tanto dar el actor vida a su personaje, éste termina siendo parte de su vida.
      Extrañamente, esa tarde se habían invertido los papeles: Juan, el loco, estaba formal; en tanto yo, el definido normal, hablaba aberrante. Hay momentos en la obra que sucede eso.
      Pero, él sacó del bolsillo un trompo, lo envolvió con el cordel lanzándolo habilmente. El juguete quedó girando largo tiempo. Recordé que en la infancia nadie le ganaba en ese juego.
      –Hoy, cerca de mediodía, estaba haciéndolo bailar en la calle. –empezó a narrar– Llegaron los niños de la escuela y formamos partidas a quien lo hacía dormir más...

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      La voz del enajenado se iba tornando grave, acongojada.
      –Éramos felices... ¡Es tan lindo jugar! Pero, salieron las madres empezando a gritar desde las puertas de la casas.
      Juan, histérico e histriónico, imitaba a las mujeres:
      –“¡No se junten con ese loco!... –repetían en coro– ¡Salgan de allí!... ¡No vaya a ser que se les pegue algo!...”
      –Los niños, riéndose de mí, se fueron para sus casas. Y yo quedé solo con mi trompo. –concluyó el demente.
      –Teatro... teatro... –murmuré– la multitud es representada siempre por actores malos.
      –¿La locura es contagiosa? –preguntó, sin oírme y mirando con sus desquiciados y límpidos ojos.
      –No, Juan... Ojalá lo fuese. –aseguré moviendo la cabeza– Ellas estaban interpretando el papel de madres y, como tenían público, querían demostrar que cada una era la mejor.
      El chiflado sacó un artefacto de otro bolsillo de su enorme pantalón. Me emocioné al verlo, era un pequeño giroscopio. En nuestra niñez fue un juguete de misteriosa ciencia.
      –Hazlo girar. –indicó, dándomelo– Tú lo acostabas más.
      Envolví el cordel en el eje, sacándolo velozmente. Me sentí niño otra vez. Un solo detalle de utilería lo había logrado.
      –Aún me asombra como permanece inclinado sin caer. –dije.
      –Simple... –dijo Juan, el loco de la esquina, y recitó:
      –Un volante que gira rápido, tiende a mantener su plano de rotación contra cualquier fuerza que quiera sacarlo de él.
      Quedé estupefacto. Era el principio técnico exacto.
      Pero recordé que todos somos actores y que, en la función de esa noche, habíamos intercambiado los personajes.
      Le devolví sus juguetes. E hicimos mutis en la penumbra.
      Era otro final de esa diaria tragicomedia... titulada Vida.
...oo0oo...


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25... SALUDOS

      Ese sábado estaba mi demente amigo vestido con ropa dominguera, bien peinado, sonriente y en pose de espera.
      Me extrañó que la gente, luego de intercambiar cuchicheos, cruzaba la calle tratando de evitar encontrarse con él.
      Fui directo a su lugar con la confianza y afecto de siempre, pero me recibió formal dándome la mano:
      –Mucho gusto en conocerlo, señor. –dijo, gentil– Permítame presentar: Yo soy Juan, el loco de la esquina.
      –¿A qué se debe esto? –pregunté intrigado– ¿Acaso no nos conocemos desde años y charlamos todos los días?
      –Sí, así es. Y eres un amigo mío. –respondió en suspenso.
      Mi aberrante contertulio permanecía en su mundo particular, pensativo, y preferí esperar que concluyera su frase.
      –Pero, eso fue ayer. Después nos despedimos. Cada uno fue a dormir. Hoy es un nuevo día.
      –¿Y eso que tiene que ver? ¿Por qué el saludo?
      –¿No dicen que despedirse es un morir un poco? –indicó– ¿Que morir es dormir para siempre? Sabemos que aún somos cuando nos acostamos, pero no sabemos si despertaremos.
      –Juan... –le saludé de nuevo, dando la mano emocionado– Soy el que charla contigo. Mucho gusto en poder verte de nuevo, y tener la suerte de ser los mismos.
      –No somos los mismos, –me interrumpió– aunque parezca que sí. Hoy tenemos recuerdos que ayer no teníamos. Hemos vivido un tiempo más y nos queda un tiempo menos.
      –¡Cuánto cambiamos!... –recordé meditabundo– Si hoy me encontrase con el niño que fui, con el joven que fui, y con el hombre que empecé a ser... seríamos cuatro desconocidos.
      –¿Entonces?... –inquirió mi loco amigo– ¿No deberíamos presentarnos a nosotros mismos cada nuevo día?

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      –No sé... –seguí reflexionando– Sería una satisfacción ver que el nuevo es mejor. Pero, quizás no nos gustase. Y tal vez quisiéramos volver a encontrar el que fuimos.
      –¿Es por eso que la gente cruza para la otra acera? –dijo el orate– ¿Temen que al saludarme puedan ver la diferencia? Es inútil... ayer se durmieron, hoy son lo que son.
      Iba a responderle cuando un desprevenido transeúnte llegó a la esquina. Juan se apresuró a interceptarlo y le extendió la mano cortesmente en tanto iniciaba su saludo.
      El hombre quedó viendo con desconfianza, y por educación se la tomó, pero al oír el final de la frase del demente la sacó con violencia y se fue haciendo gestos indicando la locura.
      Afortunadamente, mi trastornado amigo no se molestó. Con una gran sonrisa volvió a mi lado, diciendo:
      –¿Viste?... otro que no quiere conocerse hoy. Vino apurado y se fue sin darse cuenta que ya no era igual.
      –Sí... –le contesté– Pero, aunque él no lo sepa ni quiera saberlo, cambió. Esta noche recordará que tú lo saludaste. Pensará que son cosas de locos... pero le costará dormirse.
      Me miró como si yo delirara, parecía feliz al verme formando parte de esa cofradía tan especial.
      Llegó el momento de irse, Juan, el loco de la esquina, fue hasta el árbol y le saludó, luego al farol e hizo lo mismo, tocó la pared repitiendo la frase, y finalmente me dio la mano:
      –Mucho gusto, amigo árbol... mucho gusto, amigo farol... mucho gusto, amigo muro... mucho gusto, amigo mío...
      –¿Por qué nos saludas al irte? –pregunté asombrado.
      –Porque quiero recordarlos como son ahora...
      Y se marchó. Desde la penumbra llegaba su voz:
      –Mucho gusto, amiga luna... mucho gusto, amiga estrella...
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26... EL GLOBO
Basado en un poema..”

      Era domingo de mañana, una hermosa mañana de límpido cielo y aire transparente. Y Juan, el loco de la esquina, estaba en su lugar. Pero esta vez no vestía su peculiar ropa.
      Se había puesto un disfraz de payaso y en la mano tenía un globo azul, el cual ofrecía a la gente y ésta lo despreciaba.
      Mi familia fue al templo, yo fui a charlar con mi desquiciado amigo. Me recibió dándome el balón y diciendo:
      –La alegría de vivir, la alegría de vivir...
      Recordé un poema que habíamos leído años atrás, y añadí:
      –La alegría de vivir es un globo azul en las manos de un niño. Si lo suelta, se pierde; si lo aprieta, se rompe; y si lo guarda, el tiempo lo desinfla.
      Al demente se le humedecieron los ojos viendo que yo no había olvidado esa poesía, y siguió declamándola:
      –Es sólo aire envuelto en un pedazo de cielo, sujeto por un poco de hilo. Un globo azul en manos de un niño, un pedazo de cielo que al cielo quiere remontar...
      El sentimiento me dominó al recitar juntos el final del verso:
      –...y que pocas veces llega sano al hogar.
      Emocionado le di un abrazo. El enajenado me tomó el globo subiéndolo bien alto. Su figura se recortaba en el firmamento.
      –Cuidado... –le previne– se puede volar.
      –Yo ya estoy subido, súbete en él. –dijo Juan, soltándolo.
      Quedamos absortos, un payaso loco y un llamado normal e interlocutor de sus locuras, viendo como el globo ascendía en el cielo y era llevado por el aire en suaves ondulaciones.
      –Allá vamos... –indicó, señalando un lejano punto azul.
      –Sí... –musité– y pude subir porque me diste tu mano.
      –A muchos lo ofrecí, pero lo rechazaron. Tú lo aceptaste.

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      –Lástima que se fue lejos el globo azul. –susurré, pensando en otras alegrías idas con el paso de los años.
      –Fue mejor haberlo dejado ir cuando aún estaba inflado, – dijo él– si lo hubiésemos mantenido mucho junto a nosotros, en poco tiempo habría sido algo deforme y vacío.
      –Es verdad. La alegría de vivir se puede tener tomada de un hilo mientras todavía haya algo de aire adentro. –reflexioné.
      Juan me miró con una interrogante en sus dementes ojos. Sonreímos los dos, muchas veces se tocaban los extremos de su mundo de anormal y mi mundo de normas.
      Sacó otro globo de su disfraz y lo infló. Nuevamente empezó a ofrecerlo, pregonándolo a los transeúntes que pasaban:
      –La alegría de vivir, la alegría de vivir...
      Algunos pequeños intentaban acercarse para tomarlo, pero sus padres les ordenaban que se alejasen de ese chiflado. Y los niños se iban con tristeza, girando su cabeza para atrás.
      –¿Viste? –señaló el orate– No les dejan agarrar la alegría de vivir. El payaso loco les da globos azules gratis... pero los mayores sólo les permiten aquellos que pueden comprar.
      Mi gente y los vecinos llegaron del servicio religioso. Venían serios, formales. Juan les ofrendaba el globo, recitando:
      –La alegría de vivir, la alegría de vivir...
      Ellos lo rechazaban con sonrisa de compromiso y se iban. Nadie lo quiso aceptar. Al quedarnos solos, Juan, el loco de la esquina, el payaso desquiciado, me lo dio diciendo:
      –No es igual al que se voló... pero es otro globo azul.
      –Gracias... –musité con voz emocionada.
      Y lo llevé tomado del hilo. Me sentía un niño feliz otra vez. Al cruzar la puerta de mi casa volvió la realidad: Era un hombre.
      Guardé el globo azul. Poco después estaba desinflado.
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27... LAS IDEAS

      Mañana de otoño. De los árboles están cayendo las hojas que cubren la calle de color, yendo desde el rojo al ocre.
      Por la ventana veo a Juan, el loco de la esquina, mi amigo. Tiene un suéter. Me pongo un chaleco y voy a charlar.
      Al acercarme noto que está absorto. A veces se cubre con las manos las orejas, otras la vista, y otras abre la boca.
      –Hola, Juan. –digo cordial– ¿Qué te sucede?
      –¿Ah?... Me asustaste. –responde sorprendido– Estaba pensando en la ideas de mi cabeza. Aunque cierre los ojos, las veo. Aunque me tape los oídos, las oigo. Y aunque abra los labios, no se van... sigo sintiéndolas igual dentro mío.
      –Así es... –indiqué– Unicamente se sienten. Y sólo tenemos el pobre sustituto de las palabras para intentar expresarlas. Como el artista que sólo tiene un instrumento, una piedra o un color para representar lo que realmente sintió.
      –Yo las siento en palabras de nuestro lenguaje. –continuó el demente– Dime: ¿los franceses sienten sus ideas en francés?
      –Es seguro que sí. –contesté, añorando– De niño hablaba con mis padres en italiano. Ahora, cuando recuerdo aquellas conversaciones, las vuelvo a sentir en ese idioma.
      –Pero, a veces las palabras no dicen lo que pienso. –agregó el chiflado– Y, luego que las digo, no son lo que pensaba.
      –Siempre ocurre lo mismo. –afirmé triste– Las palabras son una mentira aunque se quiera decir una verdad. Nunca expresan la idea, el sentir tal como es dentro uno.
      –Pensar en la ideas me hizo doler la cabeza. –y preguntó el enajenado– ¿Por eso algunos nacen sabios; y otros, locos?
      –¿Acaso no son lo mismo? –inquirí– Ambos constituyen los seres naturales. Los que no lo son, se quedan como normales.
      Me respondió con una sonrisa desquiciada que hermanaba.

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      –Hoy desperté temprano, –dijo– y me vinieron unas ideas.
      –Es la mejor hora para pensar. –comenté– ¿Cuáles?
      –Que la más importante de las ideas es vivir. Y que las tres cosas más importantes de la vida son: Casa, comida y cama.
      –¿En ese orden? –mi pregunta estaba llena de sarcasmo.
      –El orden varía según la edad. –aclaró mi loco amigo.
      Solté una carcajada. Pero luego reflexioné, diciéndole:
      –Son nuestras necesidades primitivas. Encontrar una cueva para cobijarse, alimento con que satisfacer el hambre, lecho donde pasar la noche. Las famosas tres ce. –agregué irónico– Que para muchos son. Casa comida y sexo.
      –Sexo no se escribe con ce. –me corrigió el chiflado.
      –Pero muchos de los nombres de sus órganos, sí. –afirmé.
      Reímos ante la broma. Es bueno salir de la formalidad, más cuando el anochecer va aumentando el fresco.
      –¿Tuviste más ideas en tu desvelo? –seguí preguntando.
      –Sí... ¿Tú no crees que hay demasiadas leyes?
      –Con los Diez Mandamientos alcanzaría. –fue mi opinión.
      –Diez son muchos. –indicó mi delirante contertulio– Y la mayoría usan el no: No usarás. No matarás. No robarás. No desearás. No mentirás... A nadie le gusta que le digan no.
      –¿Cuántos mandamientos pondrías? –interrogué, admirado.
      –Uno sólo... ¡amarás!... Si se ama no se mata, no se roba, no se miente, no se desea... Sólo uno, amarás.
      –Amarás a tu prójimo como a ti mismo. –cité.
      –¡No!... Eso pide reciprocidad. Mi idea es: Ama a tu prójimo más que a ti mismo. Así, sin otros mandamientos ni leyes.
      Y, repitiendo su idea de amar, el loco de la esquina se fue.
      Y yo, en la noche otoñal, quedé pensando en ella.

...oo0oo...


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28... DE VUELTA

      Faltando media cuadra para llegar a la esquina me asombró lo que hacía en ella mi enajenado amigo, el loco Juan.
      Corría rapidamente hasta pasar el árbol, allí se detenía en forma brusca, pensaba, luego volvía andando de espalda y viendo con la cabeza torcida el camino antes recorrido.
      Al llegar al cordón paraba, tan sólo para repetir de nuevo su desquiciado ir y venir. Cada vez que avanzaba o retrocedía su rostro era de ansiedad, pero se volvía frustración al detenerse.
      –Por favor, Juan... ¿Qué estás haciendo? Te puedes caer y golpearte en la nuca. ¿Por qué no giras al venir de vuelta?
      –Es que ayer fue un día muy lindo. –exclamó eufórico y sin interrumpir la delirante forma de moverse.
      –¿Y que tiene que ver con que regreses de espalda?
      –Quiero volver al día de ayer. Caminando para atrás tal vez lo encuentre. Pero, no hay caso. Cada vez que paro, es hoy.
      –¡Ah, loco amigo! –dije con ternura– ¡Si eso fuera posible!... Me pondría a tu lado y andaría al revés por muchos años. Ven, detente, descansa. No hay forma de volver al pasado.
      –¡Qué lástima!... Sería lindo. –murmuró el orate– Y tampoco puedo alcanzar al mañana. Corro, pero cuando me detengo, también es hoy... ¿No es posible escapar del presente?
      –Tú puedes hacerlo con tu locura. Tú puedes vivir de nuevo en el ayer de los recuerdos o en el futuro de la imaginación.
      –Tú también lo puedes hacer. –expresó viéndome con esa mirada que nos hermanaba en ocasiones– Recuerda que eres medio loco, por eso estás hablando conmigo.
      –A veces lo logro. –susurré melancólico– En mis momentos de soledad o cuando estoy aquí. Pero la mayor parte de mi vida debo compartir el presente con los demás normales.
      –Ahora entiendo porque llegas con cara de aburrido.

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      Largué una carcajada. Como todo demente decía la verdad. La conversación me hizo reflexionar en una frase:
      –El pasado ya se fue. El futuro aún no existe. Y el presente es ese instante de tiempo en que el futuro se vuelve pasado.
      Juan se apoyó en su esquina comenzando a desvariar:
      –Los normales dicen que están matando el tiempo, pasando el tiempo, perdiendo el tiempo, mi tiempo, otros tiempos. Hasta se toman el tiempo... ¿Cómo? ¿Acaso es algo físico?
      –No. Pero, existe. Y en él existimos y dejamos de existir.
      –Yo pienso que el tiempo y la gravedad son las causas de muchos de nuestros males. –opinó el demente– Y se parecen, ninguno de los dos se puede ver ni tocar.
      –Se asemejan en eso, pero son cosas distintas. –afirmé con tonta aserción de técnico– Además, si no hubiese gravedad sería un mundo enloquecedor, todo flotaría por todas partes.
      –Amigo mío... –dijo mi trastornado contertulio– ¡Qué triste es verte razonar como otro normal! Si no hubiese gravedad todos volaríamos... nada nos haría caer de vuelta a la tierra.
      Permanecimos los dos en silencio. Quizás él se imaginaría aleteando con sus pajaritos, mariposas y gatos que volaban, o deslizándose en vaivenes con los globos azules.
      Yo, por mi parte, pensaba como sería estar volando otra vez entre mis sueños e ideales juveniles, sin realidades que me amarrasen a un suelo con la cadena de la responsabilidad.
      El farol se alumbró. Juan, el loco de la esquina, se despidió:
      –Me voy caminado para adelante... y siempre en hoy.
      Yo quedé un rato, solo, en la esquina, reflexionando en el tiempo que no nos dejaba retornar al ayer ni saltar al mañana, y en la gravedad que no nos dejaba volar.
      Y, resignado, también me fui caminado... para adelante.
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29... UN HUECO
A mi hermano y a Mafalda.
      Fui unos días a otro pueblo para reducir los restos de mi padre sepultado en esa localidad. Al volver a mi casa me dijeron que Juan, el loco, cada mañana preguntaba por mí.
      Esbocé una triste sonrisa. Es bueno saber que hay un amigo que nos extraña. Era de noche. Por tanto, temprano, me dirigí al lugar de nuestras charlas con la certeza que allí estaría.
      Así fue, el demente había madrugado. Estaba apoyado en la pared y mirando hacia arriba; tal vez algún pájaro en el árbol, o la lámpara del farol, o en alguna delirante divagación.
      Sus ojos brillaron de alegría al verme, pero me reclamó:
      –¡Volviste!... Te marchaste sin decirme nada...
      –Tienes razón. –aclaré apenado– Es que tenía que hacer la reducción de mi viejo. Por eso no le avisé a nadie.
      –Y... ¿qué encontraste? –su interrogante preguntaba tanto.
      –Huesos... la muerte nos iguala. –respondí meditabundo– Jamás podré pensar que mi padre es ese montón de huesos. Mi padre era aquel ser lleno de respuestas para mis dudas.
      –¿Te das cuenta? –afirmó el insensato– Las semillas se entierran para que nazcan otras, pero llevamos miles de años enterrando muertos y... todavía ninguno ha germinado.
      Sonreí compasivo ante sus ilógicas ideas, pero pensé si no habría algo de cierto. Que un íntimo e irracional deseo que resucitasen otra vez nos llevaba a enterrarlos.
      –¿Las almas de los muertos nos ven? –preguntó el anormal.
      –No lo creo. Sería injusto. –dije, reflexionando– Les decimos a los muertos que descansen en paz... ¿Como podrían tener paz viendo las locuras que hacemos los vivos?
      –Los cuerpos se vuelven cenizas, huesos. – siguió él en su demencia– Pero no creo que los muertos van a ninguna parte, aunque los normales hablen de paraíso y un más allá.

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      Ya tampoco lo creo. Más bien pienso que siguen dentro nosotros, en un más acá. Es por eso que cada vez que los recordamos nos parece verlos otra vez.
      –¿Por qué le llevan flores a los muertos? –persistía Juan en sus aberrantes raciocinios– Son tan lindas cuando están vivas en las plantas... ¿Por qué cortarlas para que mueran?
      –No sé... –respondí, tratando de hallar lo que mi contertulio desquiciado veía en lo alto– Son costumbres, tan anormales unas como otras. Los asiáticos les llevan platos de arroz.
      –¿Y cuando sus muertos comen el arroz? –exclamó con ojos desorbitados por el asombro.
      –Tal vez mientras los nuestros huelen las flores. –ironicé.
      La carcajada del loco me reanimó, la vida continuaba. Pero, de pronto, mirándome fijamente, se puso serio.
      –En estos días tuve un agujero acá. –deliró, viéndome con desasosiego, mientras se señalaba el pecho.
      –¿Y eso por qué? –inquirí, esperando otra de sus locuras.
      –Cuando recuerdo mi gato muerto, mi padre, mi maestra, se me hace un hueco en el corazón. Pensé que tú también te habías ido, y se me hizo más grande y vacío ese hueco.
      No pude contener mis lágrimas. Y sentí que mi propio vacío, el que traía dentro mío desde que había abierto el féretro de mi padre, se llenaba con el sentimiento de mi loco amigo.
      Pero, para que no viese mi llanto, giré marchándome.
      –Hasta luego... –le dije en voz baja– en la tarde vuelvo.
      –Te espero... –me indicó– Y no te olvides de avisarme otra vez que te vayas... para no sentir ese hueco vacío acá.
      No me di vuelta. Sabía que se estaba señalando el pecho.
      Quizás él no supiese que yo sentía en mi corazón un hueco vacío e igual cuando faltaba Juan, el Loco de la Esquina.
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30... LA PALANGANA

      Día de huelga. Uno más en un país con democracia, o sea donde una mayoría de tontos elige a una minoría de inútiles.
      Cuando salí, temprano en la mañana, a la puerta de la casa, vi en la esquina a Juan, mi loco amigo, sacudiendo la cabeza y hablando con ese ser invisible que lleva adentro.
      Al acercarme, me pidió casi implorando:
      –¿Me puedes prestar una palangana con agua? ¡Mira como han dejado mi esquina!
      Comprendí su amargura. Durante la noche, ambas paredes habían sido ensuciadas con propagandas pegadas y frases políticas. De izquierda y de derecha. Y cada una había tomado un muro, sin importarle que la esquina era cuidada por Juan.
      Le traje la palangana y me dispuse a ayudarlo para lavar y despegar los papeles encolados. No teniendo preferencia por ningún partido, le pregunté al demente:
      –¿Qué pared agarras tú?... ¿La izquierda o la derecha?
      El desquiciado pensó un rato. Fue hasta el canto de la esquina y se apoyó en él. Me llamó, haciéndome parar delante él mientras me decía con su loca sonrisa:
      –Mira. Si hablamos de frente, cara a cara, lo que para mí es izquierda para ti es derecha, y tu zurda es mi diestra. Sólo coinciden los que siguen unos tras otros como hormigas.
      Luego sacó una moneda tirándola al aire, indicándome:
      –Pero, hay que limpiar lo ensuciado sin importar la mano. Y tenemos que hacerlo. Yo, Juan el loco de la esquina; y tú, mi amigo medio loco. Si sale escudo, limpio ésta y tú la otra. Si sale número, al revés. Las dos dicen lo mismo con diferentes palabras, faltas de ortografía, colores y sentido.
      –Lo único igual es el engrudo que usan. –ironicé.


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      Luego de mucho fregar, logramos que la esquina volviese a ser decente. La alegría de verla así, hizo delirar a Juan, quien cantaba un viejo dicho con las manos en la palangana:
      –La izquierda lava la derecha, la derecha lava la izquierda, y las dos lavan la ca...
      –¡Detente! –grité antes que llevase sus manos al rostro– El agua está sucia y llena de engrudo.
      –¿Será por eso que, al poco tiempo, a todos ellos se le vuelve la cara dura? –inquirió el chiflado.
      Solté la risa. Locos y niños dicen la verdad. Y le pregunté:
      –Juan, dime, si tuvieras que elegir... ¿Por cual lo harías?
      –Los hombres buscan en política igual que en las mujeres. Unos acarician la izquierda, otros la derecha, los más vivos a las dos... y todos terminan queriendo disfrutar con lo de abajo.
      –No tienes nada de tonto. –afirmé entre carcajadas.
      –Se acepta que alguien tenga defectos, –siguió él– hasta que sea loco... pero, no se perdona al tonto. Aunque abundan los tontos. Tontos que pegan letreros, que repiten consignas.
      –Y tontos con una palangana que las limpian. –musité.
      –¡Esos no son tontos!. –protestó el desquiciado– Son locos que con agua clara creen arreglar todo. Pero, la propaganda enseguida la ensucia. No importa, siempre habrá agua nueva.
      Juan arrojó el turbio líquido a la alcantarilla, diciéndome:
      –Gracias, amigo mío. –su voz se notaba emocionada.
      –No me des las gracias. Fue un gusto ayudarte.
      –Te doy las gracias por no haberme dejado ensuciar con ese engrudo y que se me pusiera la cara dura.
      –Jamás hubiera sucedido, –respondí– tienes el rostro limpio por naturaleza. La suciedad resbala sobre tu locura.
      Y, dándome vuelta, me llevé una palangana.
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31... LAS BOLITAS

      Tarde de verano. Seis de la tarde y aún es de día. Hasta el sol ha enloquecido con su calor. Y el loco Juan está en la esquina, más desquiciado de lo normal, o sea, está natural.
      Tiene una gorra con la visera al revés, la camiseta con los colores de un equipo deportivo, viejos pantalones cortos y negros, medias largas y zapatos rotos.
      Del cuello le cuelga una correa atravesada sobre su cuerpo, y en ella tiene unas hojas grandes de papel. Es la trastornada imagen de un pregonero, repartidor de periódicos o canillita.
      Corriendo y saltando en la esquina, ofrece a los transeúntes su mercadería con el tono característico de esos repartidores:
      –¡Las noticias de mañana!... ¡Lleve las noticias de mañana!
      Le gente le devuelve una sonrisa de compasión, algunos ríen del demente, y otros siguen su camino en la formalidad mientras mueven la cabeza despectivos.
      Me acerco a mi amigo, sus ojos tienen un brillo peculiar. Y, aún encerrado en mi tonta lógica, le indico:
      –Juan... es imposible que tengas las noticias de mañana.
      Me mira, siento que tiene lástima de mí. Pero su amistad es pura y grande. Saca una hoja del bulto y me la da, imitando el gesto de los pregoneros. La observo de ambos lados.
      –Pero... –digo con asombro– ¡es sólo un papel en blanco!
      –Es natural. –me responde– Las noticias de mañana hay que hacerlas. Esto es algo para escribirlas mientras se hacen. Pero, eres uno de los pocos a quien he podido darle una hoja.
      –Es que a la mayoría no les interesa realizar las noticias de mañana. –acoté meditabundo– Les resulta más cómodo leer los sucesos ya pasados y por otros efectuados.
      –Y ríen, piensan, razonan, critican, y hasta sienten según lo que haya escrito el periodista con las hormiguitas muertas.

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      Quedé impresionado por aquel concepto, locos y sabios se confunden en su sabiduría. Pero, luego reí al imaginarme las letras como hormigas negras y muertas.
      –¿Y cuales son las hormigas vivas? –pregunté socarrón.
      –Los recuerdos. –el orate contestó sin dudar– Siguen dentro nuestro, y cada tanto nos muerden. Las hojas escritas terminan en la basura o en el fuego. Los recuerdos siguen viviendo.
      Y, de pronto, cambió mi amigo trastornado. Dejó el paquete de hojas en el cordón y sacó de los bolsillos varias bolitas.
      Las puso en la acera y, sentándose en ésta, me indicó:
      –Ven, siéntate, vamos a jugar como cuando éramos niños.
      –Yo ya no tengo bolitas. –me excusé con cierta tristeza.
      –Yo te presto de las mías, elige las que te gusten más.
      Me senté delante mi demente contertulio, y seleccioné unas canicas. Al yo levantar la vista, él me sonrió, diciendo:
      –Estaba seguro que ibas a elegir las azules y transparentes. Desde pequeño las preferiste. Será porque se parecen a ti...
      –Gracias... –murmuré emocionado– Pero si fuese por eso, todas tus bolitas deberían ser transparentes como tu locura.
      –Mira... –seguía él en su delirio– si se ponen en la vereda, agarran la huella de las canaletas y van unas tras otras, las blancas, las negras, las marrones, las verdosas y amarillas.
      –Tienes razón. –acoté pensando en las personas– Es mejor jugar en la calle, allí se pueden perder pero, cada una va por donde quiere y reacciona según el golpe que recibe de otra.
      El farol se encendió mezclando su luz con la del atardecer. Un caminante se aproximaba. Juan, el loco de la esquina, se colocó el paquete de hojas en blanco y corrió a ofrecerle:
      –¡Las noticias de mañana!... ¡Lleve las noticias de mañana!
      Y otro más pasó sin quererlas tomar. Volvimos a las bolitas.
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32... AÑO NUEVO

      Veintitrés de septiembre. La brisa trae el aroma de brotes surgiendo en las plantas. El árbol de la esquina también siente volver la vida. Y Juan, nuestro loco amigo, está junto a él.
      Aún el aire es frío, el invierno no quiere despedirse. Pero, el demente viste ropa liviana, vieja camisa de colores, alpargatas playeras raídas, y lentes para el sol de montura oxidada.
      En sus manos lleva un ramito de flores, de esas humildes flores que nacen entre el pasto luego del letargo invernal. Y, dando una a cada persona, le saluda entusiasmado:
      –¡Feliz Año Nuevo!... –dice, con brillo de alegría en lo ojos.
      La mayoría de la gente, sea por el arribo de la primavera, o por burlarse de la locura del desquiciado, la acepta con una risa. Y eso aumenta la dicha de mi enajenado contertulio.
      Me acerco a él. Feliz, me da una florcita de manzanilla. Me la coloco en el ojal de la camisa mientras le indico:
      –Muchas gracias, es linda... Pero, Juan, todavía faltan tres meses para Año Nuevo.
      El orate va hasta el farol, apoyado en su base hay un viejo libro. En el deshilachado lomo se lee Historia Antigua. Juan busca una página, me lo entrega abierto, y pregunta:
      –¿Hoy no es veintitrés de septiembre? ¿No es el equinoccio de primavera? ¿Cuando el día dura igual que la noche?
      –Sí... –respondo, y comienzo a leer la hoja, admirando los conocimientos de mi loco amigo, quien no fue a la escuela.
      –Entonces... –afirma él con seguridad– comienza el año. Mira como la naturaleza reverdece, vuelven los pájaros, el cielo es azul... hasta mi gato salió contento a vagabundear.
      El libro explica que en la época de los griegos, romanos, y otras civilizaciones más, el inicio del año era al empezar la primavera, en el mes de marzo en aquellas latitudes.

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      –Así fue en la antigüedad. –reconocí– En la era cristiana, la que vivimos, empieza el primero de enero. Eso es lo normal.
      –¿Qué tiene de normal? –reaccionó delirante– ¿Es normal que octubre, noviembre y diciembre, que significan los meses octavo, noveno y décimo, sean el diez, el once y el doce.
      –No, no lo es... –acordé, reflexionando– pero la gente cree que normalidad es lo que se vuelve costumbre. Además pocos saben, como tú, lo que significan esos nombres.
      –¿Y quien inició esa loca costumbre? –inquirió riendo.
      –No sé... quizás un loco Papa de Roma. –le seguí la broma.
      –¿Y no la puede quitar otro loco?... ¿el de esta esquina? Si es por lo de papa, mi mamá guarda muchas en el galpón.
      Largamos la carcajada. El chiflado sabía reírse de sí mismo y de sus locuras... cosa que sólo los sabios logran hacer.
      –El actual Año Nuevo no corresponde a la naturaleza. –dije, llevado por la lógica– Pero, es el mismo para todos los países.
      –¿Y cual sería el problema si lo cambiamos? –interrogó él.
      –Si fuese al iniciar la primavera, –seguí– para el norte sería en marzo, para los del sur en septiembre... ¿y que harían los que viven en la faja del ecuador, donde siempre es primavera?
      –Estarían festejando Año Nuevo todos los días.
      Volvimos a reír. Una fina melancolía me surgió al comentar:
      –Tienes razón. La gente tropical, a pesar de sus problemas, vive la alegría de vivir sin importarle cuando cae Año Nuevo.
      –¿Te das cuenta? –señaló mi loco amigo– Aquí se nos mete el invierno en el alma, y la primavera no alcanza para quitarlo. Por eso... toma otra flor y... ¡Feliz año Nuevo!
      –¡Feliz Año Nuevo ! –le respondí, abrazándolo con lágrimas en los ojos, y me llevé las florcitas para mi casa.
      Las guardé... el primero de enero estaban secas.

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33... LA SIEMBRA
Basado en una frase del padre de Otto.

      Esa tarde quise charlar con Juan, el loco de la esquina.
      Era sabido que a mediodía mi amigo, luego de pedir al farol y al árbol que la cuidasen en su ausencia, se marchaba para su casa donde almorzaba retornando enseguida.
      Miré por la ventana, el demente había vuelto. Tardé algo en salir. Al llegar al sitio, mi desquiciado contertulio ya no estaba.
      Recordé que él se ausentaba en ciertos momentos. Iba al baldío de enfrente, cruzando la calle. Allí, entre los arbustos, el orate podía ver su esquina sin que lo viesen.
      Aquel terreno seguía vacío por ser demasiado estrecho para construir en él. Abandonado, sin dueño, se volvió vertedero de restos, refugio de perros callejeros... y letrina de emergencias.
      Esperé largo rato. Empecé a preocuparme. El loco tardaba demasiado. Quizás le hubiese sucedido algo. Y fui al baldío.
      –Juan... ¿estás allí? –pregunté desde la entrada.
      –¿Ah?... eres tú... sí... pasa... ven... –me respondió con voz alegre desde atrás de los matorrales.
      Ya más tranquilo, crucé entre los arbustos. Me extrañó ver el suelo limpio, sin ninguna inmundicia. Seguramente quien lo mantenía así era el mismo cuidador de la esquina.
      Al salir del otro lado del matorral quedé estupefacto. Juan, el insensato, había convertido aquella angostura en una huerta. Y ahí estaba el enajenado, mirándome con delirante sonrisa.
      –¿Qué es lo que estás haciendo?... –exclamé.
      –Sembrando. –dijo con la mayor naturalidad.
      –Pero... si esto ni es tuyo. –le advertí, aún asombrado.
      –No es de nadie... y es de todos. –afirmó el aberrante.
      –El que siembra en tierra ajena, los frutos serán de otros... y de él son las penas. –recité acremente un viejo dicho.

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      –Es lo natural. –replicó mi trastornado interlocutor.
      –Lo normal es que uno espere cosechar de sus esfuerzos. –opiné– Pero aquí, en cualquier momento, puede surgir alguien que se lleve tus frutos... aún sin necesitarlos.
      Me miró con ojos límpidos, llenos de delirios, diciéndome:
      –No son mis frutos, son de la tierra, de todos. Aquí estaban sus semillas, mezcladas con la basura de los demás.
      –Pero tú las limpiaste, e hiciste un sembradío en un terreno abandonado... es lógico que quieras ver la cosecha.
      –¡Ah, amigo mío!... –sentenció con amplia sonrisa– Siembra, pero sin la expectativa de recoger de lo sembrado. Cuántas veces has recogido de lo que otros sembraron.
      Giré para que mi anormal contertulio no viese la emoción que yo sentía ante sus nobles sentimientos. Y, con lágrimas en los ojos, observé la esquina a través de los arbustos.
      –Quedate tranquilo. El árbol y el farol la están cuidando. –afirmó él– Ellos, tú, mi gato, forman parte de nuestro grupo...
      –Sí... –murmuré– de este grupo de medios locos...
      –Es cierto. –rió feliz– Pero recuerda, sintiéndote integrado a un grupo, tienes derechos y obligaciones para con él.
      –Los de ellos son cuidar la esquina cuando faltas, los tuyos es estar allí o sembrar en tierra ajena... ¿cuáles son los míos?
      –Ser mi amigo... ése es tu derecho. Y tu obligación es la de no volverte nunca otro ser completamente normal.
      Salimos en silencio. Cruzamos la calle. Juan, el loco de la esquina fue hacia ésta. Yo seguí hasta mi casa. Del galpón tomé unos granos de maíz. Y, volviendo al baldío, los sembré.
      Al pasar el tiempo dieron sus dorados frutos. Ni Juan ni yo pudimos probarlos, otros se los llevaron.
      No nos enojamos, sonreímos los dos... habíamos sembrado.
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34... VIVIENDO
Un hombre sin voluntad es un muerto
que camina. Florencio Sánchez.

      Anochecer caluroso de verano. El sopor es tanto que Juan, el loco de la esquina, no se ha ido. Sigue allí, acompañando al árbol lleno de sombras y al farol ya encendido.
      En las noches así la gente del barrio acostumbra salir a la vereda. Sentados en banquetas y mecedoras, conversan en la oscuridad. Y siempre algún vecino se arrima a chismear.
      Se acerca a nuestra puerta la señora de al lado. La cortesía obliga invitarle a que traiga su silla. Vuelve con el asiento... el marido y los hijos. Los muchachos pronto hacen rueda aparte.
      Y pronto los mayores, con su habitual cuchicheo, comienzan a hablar de los demás. Hago una seña al solitario Juan, y digo al grupo que voy a charlar con él. Ni espero los comentarios.
      El anormal me recibe con una desquiciada sonrisa. Saca un viejo pañuelo y limpia el cordón. Nos sentamos bajo el árbol.
      Mirando los jóvenes, mi amigo recita un conocido poema:
      –Tus hijos no son tus hijos, son hijos del tiempo y de la vida.
    –Y a veces de la demencia. –agrego, mordaz– Posiblemente los míos,
en lugar de ser medios locos sólo sean un cuarto.
      –Estás equivocado. La locura es como el amor, cuando se reparte no se divide sino que aumenta. Y en eso también son un poco hijos míos, ya que algo de mi locura está en ti.
      –¡Eres único!... –exclamo– Tú siempre hablas de frente.
      –Los que siempre hablan de frente son los sordomudos, son las personas más íntegras. –replica en enajenada burla.
      Reímos los dos. Los vecinos tienen para criticar. Y él sigue:
      –No quise irme. Supuse que vendrías. Sólo un medio loco se anima a dejar los normales para sentarse conmigo aquí.
      –No soporto cuando bajan la voz. Todo lo deben contar con susurros, murmullos, secreteos... –reacciono aún molesto.

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      –Creen que hablar así es prueba de amistad. –indicó él.
      –Si algo necesita mantenerse en secreto, significa que eso es malo. –aseveré– Me repugna ver alguien susurrando a la oreja de otro. Siento que desprecia a los demás presentes.
      –Es que sólo los locos decimos la verdad. –rió el orate.
      –Si es la verdad... ¿por qué ocultarla? –sigo argumentando como un aberrante– Y si no es la verdad... ¿para qué decirla?
      –Amigo mío... Con razón eres otro solitario. –me compadece mi desquiciado contertulio– ¿Te imaginas que desastre sería si todos los normales hablasen con sinceridad?
      –Acabaríamos matándonos entre nosotros. –respondí sin tener que pensar– Por eso las normas de convivencia, de educación, de sociabilidad, son eufemismos de la hipocresía.
      Pasó un automóvil sin capota, iba repleto de jóvenes que gritaban su alegría. Los vecinos les reclamaron por esa locura.
      –¿Viste?... –inquirió mi trastornado interlocutor– Porque son jóvenes y muestran que lo son... los llaman locos.
      –¿Locos?... Viven la juventud. –sentencié– Y los otros son cadáveres susurrantes sacados de su reposo.
      –¿Sabes cuando se muere realmente? –deliró Juan.
      –Cuando dejamos de respirar. –respondí con necia lógica.
      –No. Se muere cuando se pierde la capacidad del asombro. Si ya nada nos sorprende, somos muertos que caminamos.
      –Entonces, gracias a ti continúo vivo. –dije emocionado– No hay ocasión que esté contigo que no me asombres.
      –Y tú me asombras cada vez que hablas conmigo. –finalizó él, levantándose y yéndose en la cálida noche.
      Yo volví al grupo de la vereda. Volví a la sociabilidad. Sin susurros, hablé de las frases de Juan. No se asombraron.
      Dijeron que eran cosas del loco de la esquina.
...oo0oo...


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35... EL MONOPATÍN
Basado en un poema.

      Ese sábado en la mañana tuve que ir al trabajo para ver la prueba de un proyecto. Afortunadamente resultó bien, y pude retornar temprano. A las once llegué a la esquina de Juan.
      Mi loco amigo se había puesto sus viejas ropas deportivas y, con los pantalones cortos, parecía un niño grande.
      Tenía junto a él ese aparato hoy llamado patineta. Pero éste era un antiguo monopatín, de los de nuestra infancia, hecho a mano con dos tablas de cajón regaladas por el almacenero.
      El manubrio y los ejes se sacaban de un palo de escoba, las ruedas consistían en dos rodamientos defectuosos y suplicados a un mecánico... y el mayor componente: la habilidad infantil.
      Jamás se nos habría ocurrido pedirlo como regalo de Reyes o que nos lo comprasen como ahora de aluminio y coloridos... nuestro máximo adorno eran unas chapitas clavadas.
      Mi demente contertulio me recibió con alegría, diciéndome:
      –Te estaba esperando. Por fin llegaste.
      –¿Y para qué me necesitabas? –pregunté cordial.
      –Para que me cuides la esquina mientras doy una vuelta a la cuadra con el monopatín.
    –¿Te aguantará el peso? –y agregué, bromeando– ¿Te aguantará la gente el ruido de los rulemanes viejos?
      –Ya vine con él desde la casa. No chillan, les puse grasa.
      Irónico, dudé si se refería a los vecinos o a los cojinetes.
    –¿Te acuerdas como sonaban en las calles de adoquines? –dije, añorando– Los monopatines se destartalaban ahí.
      –Vamos a jugar como cuando niños, –indicó el aberrante– pero en vez de acertar adivinanzas, serán recuerdos. Yo doy una vuelta a la cuadra y tú recuerdas cosas con ruedas.
      –¿Y quién pierde? –pregunté infantilmente.

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      –Ninguno. Yo paseo en mi monopatín. Tú paseas en tus recuerdos. ¿Por qué siempre uno debe ganar o perder?
      Y, tomando el manillar de la tabla vertical, se subió con un pie en la de la base para salir pedaleando con el otro hacia la siguiente esquina. Yo medité que ganábamos nuestra amistad.
      Pocos minutos después el desquiciado apareció por la calle transversal. Me apresuré en recordar juegos de la niñez. Juan llegó con su cara roja por el esfuerzo y la emoción.
      –Triciclo, bicicleta, patines... –le nombré, triunfante.
      –Hay otros. –afirmó el orate, jadeando– Daré otra vuelta.
      Y nuevamente salió sobre el monopatín. Era seguro que los vecinos, tras las celosías, nos criticasen. Pero yo envidiaba a mi enajenado amigo que seguía siendo un niño.
      Aún buscaba en los juegos de mi infancia cuando el anormal ya estaba de vuelta a mi lado. Me miró con una interrogante.
      –El aro... la chata... los carritos... –dije, sin encontrar más.
      –La chata... –repitió el trastornado– también le decíamos zorra, carretilla. Fue la prima del monopatín. La hacíamos con la tapa de un cajón. El freno era una chancleta vieja.
      –Y el eje delantero una tabla con un tornillo en el medio. –completé nostálgico– Costaba conseguir el tornillo y los cuatro rodamientos... ¡cuántas carreras corrimos en las bajadas!
      –El balero, las bolitas, –comenzó a recitar el chiflado– las cometas, la mancha, la escondida, el chinchi-ri-vela, el rango, la payana; el fútbol en la calle, las figuritas...
      –Ésos no tenían ruedas. –le aclaré.
      –No, pero igual rodaron. Y con ellos también corrimos.
    –De niños siempre corríamos... y llegamos al fin. –murmuré– Tiempo al que no podemos volver... ni yendo en tu monopatín.
      Juan lo apoyó en el farol. Y sin decir nada, nos despedimos.
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36... IMITACIONES

      Anochecer húmedo. El farol tiene un halo alrededor de la luz. Parece un santo demacrado de tanto ayuno. Cerca de él está en cuclillas y dando saltos, mi amigo, el loco de la esquina.
      No puedo contener la risa al acercarme y decirle:
      –Juan... ¿qué estás haciendo?
      –Imitaciones. Ahora soy una rana. –responde, dando un ágil brinco y emitiendo un croar perfecto.
      Al llegar al suelo vuelve a agacharse, hincha el rostro y pone los brazos en pose grotesca aparentando más tamaño. Me mira con una sonrisa desquiciada, feliz en su locura.
      –Fíjate... imitaré a un sapo. –exclama, saltando en forma desgarbada y croando desabridamente.
      –Párate. Te vas a fracturar una pierna. Ya no eres un niño para andar haciendo esas piruetas. –le ruego.
      Se endereza. Se acerca al farol. Me ve con tristeza. Y me siento culpable de haberlo retornado al mundo normal. Para aliviarnos los dos, le pregunto:
      –¿A qué otros animales sabes imitar?
      –A los gallos... ¿quieres ver como los despierto? –y lanza un estridente quiquiriquí, que es respondido en la oscuridad por decenas de machos indicando la propiedad de su gallinero.
      Río a carcajadas, mientras añoro las noches de mi infancia.
      –Hacía esto de pequeño. –sigue el aberrante– Pero había otro que imitaba a un perro, chillaba como si fuese apaleado, y empezaban a ladrar todos los del barrio... y a gritar la gente.
      –Era yo. –confieso, sin poder disimular mi satisfacción– Fue lo único que aprendí a imitar bien.
      –¿Tú?... –me mira con desquiciado asombro– Lo guardabas en secreto. Pero, tenías que ser tú. Por algo eres medio loco. Y estás equivocado, hay otra cosa que aprendiste a imitar...

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      Quedé en silencio esperando que continuara, sin embargo él se perdió divagando en su enajenado mundo:
      –¿Sabes?... Cuando era chico tuve un lorito.
      –¿Y el gato no lo atacaba? –inquirí en insensata lógica.
      –¡No! Los dos eran medios locos y amigos. Hasta dormían juntos. Mis hermanos le enseñaron a repetir: “Juancito... loco”. El loro aprendió a decirlo. Pero, a mí me llamaba: Juancito... y cada vez que veía a mi padre, le gritaba: Loco.
      –Me imagino la reacción de tu papá. –interrumpí.
      –Muchas veces el pobre pájaro recibía un sopapo que le daba contra la pared. –siguió mi trastornado contertulio– Yo lo recogía con el muñón de la cola lastimado. Mi padre sentía lástima. Él tenía una crema para golpes y, con rostro ceñudo, me la daba. Yo curaba el papagayo, éste dormía cerca mío y del gato unos días, se sanaba, tornando a su palo y sus gritos.
      –Era una relación sadomasoquista. –opiné como un orate.
      –Sí, una natural anormalidad. –dijo el demente interlocutor– Mi padre murió, y el perico quedó en silencio mucho tiempo. Hasta que una mañana exclamó con voz muy grave: ¡Loco!... Mi mamá y yo corrimos. Lo hallamos muerto, con sus plumas mustias, el pico entreabierto. Cerca del cuarto de mi viejo.
      –Pobre loro, lo venció el tiempo... –susurré, apenado.
      –O los recuerdos. –agregó el chiflado, empezando a irse.
      –Juan... no te vayas sin decirme que es lo otro que imito.
      Me vio con sus ojos aberrantes y, sonriendo, respondió:
      –El ser normal... pero, por suerte, no lo haces muy bien...
      Y el loco de la esquina se fue por la calle oscura, a veces imitando el croar de una rana y otras el canto de un gallo.
      Estuve tentado de hacer el chillido de un perro apaleado, pero preferí seguir con la imitación de un ser normal...
      Y, callado, me dirigí hacia mi casa.
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37... LOS TORCIDOS

      Juan, mi demente amigo, estaba tan ensimismado en lo que hacía que ni se dio cuenta de mi llegada a la esquina. Sentado en el cordón escribía y borraba en un enorme libro negro.
      Me senté junto a él. No me importó lo que dirían los vecinos que, de seguro, estaban tras los visillos en su labor preferida: chismear. Ni que mi señora reclamara por ensuciarme la ropa.
      –¡Ah!... eres tú. –exclamó el loco, retornando a la realidad– No te oí llegar. Ten cuidado, no limpié ese pedazo de vereda.
      –¡Por favor, Juan!... –reaccioné– Tú también pidiendo que me preocupe por los normas de la apariencia. No tengo otro remedio que aceptarlas en el trabajo y dentro mi casa.
      –Yo soy un anormal, no podría darte normas. –dijo burlón.
      –Por eso me gusta estar contigo en la esquina. Aquí digo lo que quiero, como quiero, donde quiero, cuando quiero, porque quiero, a quien quiero, y si quiero. Aquí soy un hombre libre.
      –Y en soledad... Y medio loco... –completó él– Si no fueras así no podrías tener estos momentos.
      Temí caer en aberrantes profundidades, y pregunté:
      –¿Qué escribes en ese libro tan grande?
      –Mis derechos... ¿Quieres leerlos? –y me lo entregó.
      Acepté feliz. Siempre es lindo leer los derechos, lo difícil es verlos aplicados. Al observar el tomo, le indiqué:
      –Pero, Juan... es un libro de Contabilidad.
      –Por eso los pongo ahí. –me respondió– Cada vez que nos dan un derecho, poco después nos pasan la cuenta.
      Reí ante la triste realidad, agregando al ver las hojas:
      –Están atravesados. ¿Por qué los escribes torcidos?
      –Y... –afirmó serio– dicen que el gobierno vuelve torcidos a los derechos, quizás a los torcidos los vuelva derechos.


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      No quise amargar a mi enajenado contertulio diciéndole que no importaba como fuesen escritos, los representantes de la ley y del estado siempre los convertirían en algo retorcido.
      Por tanto, incliné el cuaderno y comencé a leer. Eran cerca de siete frases en diagonal, pero todas repetían:
      “El derecho a patalear”... “El derecho a patalear”...
      –Sólo has escrito uno... –dije sorprendido.
      –Escribí muchos, pero al final decían lo mismo. ¿Para que quieres más? No viste que cuando mueren los animales dejan de patalear. Mientras puedas patalear, estás vivo.
      Reflexioné en las palabras de mi anormal interlocutor. Fuese en la vida física, mental, o sentimental, cuando dejábamos de protestar aceptando una realidad, comenzábamos a morir.
      –Podrías poner otro, –murmuré– el derecho a la locura.
      Me vio con ojos desorbitados, sentenciando como una ley:
      –Para poder patalear hay que estar loco, y para poder estar loco hay que patalear.
      –Tienes razón. Cualquiera que no actúe según acostumbra la sociedad, es considerado un anormal. Hasta para disentir de lo que se está en desacuerdo, se debe hacer sin alboroto.
      –Les voy a cambiar el nombre. –dijo el orate ya delirando– No se llamarán los derechos sino los torcidos.
      Y, sin más, en la primer hoja del libro de Contabilidad puso ese nombre en grandes letras.
      El farol se encendió. Nos paramos del cordón, sacudí mis pantalones para evitar un pataleo en la casa. Mi amigo sonrió comprensivo. Y se fue repitiendo en la noche:
      –¡Los torcidos!... ¡El principal!... ¡El de patalear!...
      Yo quedé pensando que la locura, más que un derecho o un torcido, era una virtud. Y admiré a Juan, el loco de la esquina.
...oo0oo...


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38... SEMILLERO

      Miércoles de Semana Santa o de Vacaciones. El loco Juan apareció temprano en la esquina. Vestía una túnica vieja y deshilachada. Traía otra caja de zapatos. Y dentro ella, latitas con tierra junto a un sobre de esos que venden con semillas.
      Además, bajo un brazo, un taburete plegadizo y un cartón. Puso la caja en el asiento abierto, y comenzó a escribir algo en la lámina. Me acerqué a mi demente amigo.
      El letrero decía:
      “Semillero especial. Consulta gratis.”
      –¿Qué tienes en cada macetita? –pregunté risueño.
      –Nada aún. Depende de cada persona. Yo regalo la tierra y las semillas de lo que se quiera sembrar.
      –¿Donde están las semillas?
      –Aquí... –y abrió el sobre para ponerlas en un vasito
      –Pero, Juan... ¡Esos son porotos, frijoles comunes! ¿Por qué dices consulta gratis? ¿Qué tienen de especial?
      El aberrante me miró molesto por mi fría lógica, y respondió:
      –Tienen lo que llevan todas las semillas. Tienen guardado en ellas la vida y el nacimiento de algo o alguien.
      –Es cierto. –musité avergonzado– La existencia está en una semilla. Sólo hay que plantarla y... según de que o quien sea, donde se coloque y como se riegue, se tendrá otro individuo.
      –¿Ahora te das cuenta? –sonrió complacido– Desde el grano de alpiste en la tierra, o el hombre en la mujer, así es...
      –Pero... ¿qué consejos gratis darías para algo tan normal?
      –Normal, no. Natural, sí. –indicó el desquiciado– Es que hay semillas que se deben cuidar, aunque sean... sólo de cosas.
      –Las cosas se hacen, no nacen de simientes. –afirmé.
      –Hoy dejaste mi otro amigo, el medio loco, durmiendo en la cama. Te levantaste con la razón y no con el corazón.

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      Los colores me subieron a la cara. En tanto, mi chiflado contertulio hacía sonar los granos en el vasito; tomándolos y dejándolos caer dentro del mismo, mientras repetía:
      –Semillas de ilusión, semillas de ideales, semillas de amor, semillas de esperanzas, semilla de amistad...
      Respire profundamente emocionado. El otro ser que había en mí, despertaba. Y, con voz tomada por el sentimiento, dije:
      –¿Cuál es la de la esperanza?... ¿Cómo debo cuidarla?
      –Ésta... –y me dio una verde arveja– Redonda y pequeña, no necesita mucha tierra ni cuidado. Aunque el frío y el calor la quieran matar, de cualquier vaina saldrá otra semillita.
      –Déjame adivinar cual es la de la ilusión. –rogué, tomado un frijol grande y blanco.
      –Acertaste. Pero, fíjate, es la que más abunda. No importa que se pierda alguna, siempre podrás encontrar otra.
      –¿Y donde está la del amor? No veo cual puede ser.
      Juan buscó hasta encontrar una, roja, pequeña, poco vista.
      –No sé que nombre tiene ésa. –exclamé sorprendido.
      El desquiciado movió la cabeza, no supe si afirmando o meditando en su propia existencia. Y murmuró:
      –La semilla del amor se llama ternura. Es difícil de cuidar. Para que germine hay que regarla con la comprensión... y abonarla con el respeto.
      –¿Y las de la amistad? –pregunté, sintiendo cada vez más admiración por el loco de la esquina.
      –Ésas no están mezcladas con las demás. –dijo sacando un sobresito– Son escasas. Son únicas. Como son tú y mi gato.
      –Juan... Yo hoy dejé al medio loco durmiendo. Pero tú trajiste tu locura completa... y más hermosa que nunca.
      Y, dándome vuelta para no mostrar las lágrimas, me fui.
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39... LA DESPEDIDA

      Anochecer frío de invierno. Son la seis de la tarde, pero ya está oscuro. El farol tiene un halo de niebla, parece un santo triste y solitario. La noche devora el resto de su luz.
      El árbol levanta sus brazos esqueléticos, entre la penumbra, en un ruego de días idos. Pequeños hilos de rocío bajan en ellos como si fuesen lágrimas por los recuerdos.
      Juan, el Loco de la Esquina, sigue aún allí. Abrigado, con una bufanda, con ropa gruesa, con guantes... pero, sigue allí.
      Debería haberse ido, ya están sus amigos el árbol y el farol para cuidar su esquina durante la noche... pero sigue allí.
      Envuelto en mi sobretodo, pienso que debe estar esperando nuestro encuentro y, me acerco a mi demente amigo. Al estar próximo le oigo entonar una vieja canción de comparsa:
      –Me voy... me voy... me voy...
      Le envidio por su ánimo de cantar en ese gélido lugar. Y él me devuelve una profunda sonrisa triste, terminando el verso:
      –Me voy... como otros se han ido...
      –¿Dónde te vas, Juan? –digo– Hace frío, anda a tu casa.
      –Ahora iré. Pero donde voy al final, hace mucho tiempo que estoy yendo... y no sé porqué, hoy siento más que me voy.
      –¿Dónde es? –pregunté con un temor inexplicable.
      –No sé... quizás donde todos vamos desde que nacemos.
      El frío se hizo más profundo. Un hombre, abrigado, vino por la calle. Mi delirante interlocutor le detuvo, preguntándole:
      –Señor... Yo me voy... ¿Usted se va?
      El transeúnte, molesto y viendo la desquiciada mirada de Juan, le respondió negativamente y continuó su camino.
      –¿Te das cuenta? –me inquirió– Otro loco que dice que no se va... y sin embargo cada vez está más lejos y más cerca.


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      Un viento frío nos pegó en la cara. Quedamos callados.
      Juan fue hasta el árbol y lo abrazó. Después se dirigió al farol y lo estrechó entre sus brazos. Caminó hasta la esquina y allí estuvo un rato acariciando los ladrillos de ambas paredes. Y en cada lugar volvía a decir:
      –Me voy... me voy... me voy...
      Su voz tenía el frío del invierno, el tono del adiós. Me quedé esperando, pero el demente me miró con confianza y dijo:
      –De ti no me despido.
      –¿Por qué? –pregunté entre angustia y desconsuelo.
      –No puedo despedirme de una parte de mí mismo. El árbol, el farol, la esquina, son cosas. Son mis amigos, pero son cosas normales, como son normales las otras personas.
      –¿Quieres decir que no soy normal? –pregunté, evocando una de las viejas charlas con mi demente amigo.
      –¿Un normal estaría en la esquina conmigo y con este frío? –respondió– Sólo alguien medio loco lo haría... uno como tú.
      Buscó entre los bolsillos de su abrigo, sacó la roja nariz de payaso entregándomela. El demente tenía los ojos húmedos.
      –¿Por qué me la das? –mi palabras se rodearon de niebla.
      –¡Cuídamela... cuídame el farol... cuídame el árbol... cuídame la esquina... y cuídate tú, amigo mío!
      Sin dejarme hablar, se marchó. Pero a pocos pasos giró:
      –¡Ah... cuídame el gato, también es otro medio loco!
      Y Juan, el loco de la esquina, se fue en la noche cantando:
      –Me voy... me voy... me voy... como otros se han ido...
      Y yo también me fui. No podía quitarme la triste sensación de despedida. Pero, sin saber porqué, sonreí.
      De alguna forma siempre nos volveríamos a encontrar, de este lado o del otro lado de la locura.
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40... SOLEDAD

      Sucedió a principios de invierno. Tuve que ausentarme de la ciudad una semana por motivos de trabajo. Cuando regresé, atardecía y aún no estaba encendido el farol.
      Me preocupó no ver allí a Juan, el loco de la esquina, quizás se hallase enfermo por el frío de la estación.
      Pronto supe la verdad. Su madre había muerto a los pocos días de yo haber salido de viaje. Nadie me avisó de ello, y me dieron la hipócrita razón que fue porque me encontraba lejos.
      Cuando reclamé por esa actitud, la justificaron indicando que el demente no era un familiar. Tan sólo era un conocido, un chiflado. Además, pocos habían asistido al sepelio.
      –¿Lógico!... –dije con cruel sarcasmo– ¿Quién iría al sepelio de la madre de un loco, y en invierno?
      Me siguieron informando. Parece ser una obligación de los normales contar a los viajeros los sucesos ocurridos durante su ausencia. Quizás sea para que no se rompa la cadena.
      Supe que los hermanos del desquiciado lo habían puesto enseguida en una casa de salud, eufemismo de manicomio. Que habían vendido la casa y ésta ya tenía nuevo propietario.
      Tuve dudas si había estado muchos años afuera o tan sólo pocos días. El almanaque, mudo, me respondió lo último.
      Pregunté por el gato de mi enajenado amigo. Respondieron que no sabían nada, que era solamente un animal.
      –¡Claro!... –repetí con el mismo sarcasmo– ¿Quién se va a preocupar por un gato, y además del gato de un loco?
      La nota final fue oír que los vecinos se sentían aliviados, ya no tendrían que soportar más las locuras del anormal.
      Callé y, con una irónica sonrisa, me fui a dormir. Miré por la ventana. Era de noche. El farol se apagó. ¿De soledad? Iría allí en la mañana, aunque no estuviese el loco de la esquina.

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      Me levanté temprano, todavía dominaba la oscuridad. Había pasado una noche llena de angustias, donde los recuerdos y las realidades me despertaban a menudo.
      Luego de vestirme, llegué hasta la puerta de la casa. Vi en la esquina trabajando un personal de reparaciones. Cambiaron al foco: cables, lámpara, conectores. Y así volvió a funcionar.
      Al irse ellos, me dirigí donde acostumbraba charlar con mi demente interlocutor. Quise saludar a los amigos de mi amigo. Estaba seguro que ellos debían sentir la misma soledad.
      Apenas toqué el farol, éste volvió a apagarse. Su luz era algo más que una energía que pueda transmitirse por cables. Y así, en la penumbra, fui hasta sus otros leales.
      Pasé mis manos por las paredes de la esquina, los ladrillos se hallaban terriblemente fríos. Llevaban mucho tiempo sin entibiarse con el calor de un loco apoyándose en ellos.
      Cuando fui a saludar el árbol ya empezaba un gris día.
      Al acariciar el tronco, de muy alto cayeron algunas hojas. No debía ser, no debía quedar ninguna. Pero ésas, como los recuerdos de nuestro aberrante amigo, habían permanecido.
      Levanté la vista. En una rama estaban tres gorriones, en otra un oscuro tordo. Era imposible eso en invierno. Lo atribuí a mi imaginación, pero sus chillidos me lo desmintieron.
      Avanzada la mañana apareció aleteando una bella mariposa de grandes alas, incongruente para esa época. Por la ochava vi corretear unos ratoncitos. Luego, todos se marcharon.
      Me invadió la soledad. No tenía con quien charlar. Faltaba Juan, el loco de la esquina, mi contertulio, el que siempre me dejaba pensando. Sentí un suave roce en mis piernas.
      ¡Era el gato de Juan! Maulló levemente. Y fue a refregarse contra la pared, contra el árbol, contra el farol...
      Me miró. Y yendo él delante mío, nos fuimos.
...oo0oo...

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41... FINALIZANDO

      Luego de mucho insistir, me permitieron ver a Juan, mi loco amigo. Hubo que vencer la oposición de sus hermanos y de los médicos, quienes alegaban que mi visita le retrocedería.
      Tuve que solicitar por el internado o el paciente Juan. Había dejado de ser el loco, el desquiciado, el demente, el chiflado, el aberrante, el enajenado... ni siquiera se podía decir orate.
      Me informaron, sin yo pedirlo, que respondía al tratamiento y que estaba más normal. Al oírlo, sentí recorrer un escalofrío; significaba que ya le faltaba algo de su personalidad natural.
      Lo encontré limpio, afeitado, el pelo corto, con la vista fija, con sonrisas formales, con un gesto indefinido. Parecía un ser común de los tantos, de los tantos estereotipados.
      Estaba en un cuarto pequeño, con una ventana minúscula y alta, puerta y paredes acolchadas, con una cama, una mesa, un banco, sin árboles, sin farol, sin esquinas, sin cielo.
      Vestía con pulcritud. Tenía todo limpio, aséptico. Pero sin sus cajas de zapatos, ni su lata de tesoros. Sedado, mostraba una calma y salud artificial, sin emociones, sin sol, sin viento.
      –¿Como estás, Juan? –pregunté, haciendo un esfuerzo.
      –Bien. –me respondió– Aquí, en este rincón.
      Me asomaron las lágrimas a los ojos, decía tanto con esas palabras, estaba en todo lo contrario a su esquina.
      Hablamos de lo que habla la gente normal, o sea de cosas intranscendentes. Al despedirnos, bajó la voz y, susurrando, mandó saludos para la esquina, el árbol, el farol, el gato.
      –Amigo mío... –oí cuando ya me encontraba en la puerta.
      Giré. Con ojos húmedos, con brillo de viejos delirios, rogó:
      –No vuelvas más. Aquí sólo seré otro paciente en un rincón. Recuérdame como Juan, el loco de la esquina.
      No pude responderle... pero le hice caso.

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      Han pasado muchos años y muchos cambios. Se derrumbó la esquina y por ley pusieron una ochava, pero ésta fue una ochava sin asiento donde poder descansar.
      En su lugar tiene una gran puerta que da a un mercado. Los vecinos están felices. Tienen donde comprar comida, donde intercambiar chismes, donde criticar a quien no esté.
      Hicieron la acera nueva, pero siempre surge la huella de la vieja esquina. La repararon varias veces y vuelve a aparecer. El cemento enfermó al árbol. Es un esquelético fantasma de aquel lleno de pájaros, de gusanos, de mariposas, de nidos.
      También pavimentaron perfectamente la calle. No se forman lagunas. No queda donde jugar con barquitos de papel.
      Además, hay pocos niños en el barrio, y todos son normales. Ninguno es excepcional... ¡qué lástima!
      Pero, existen ocasiones que, en el anochecer o en la siesta de los días festivos, un viejo jubilado viene con una banqueta de tela y se sienta donde estuvo la esquina, cerca del farol, del árbol, de la alcantarilla... y allí se queda largo rato.
      Lo acompaña un viejo gato. Un gato medio loco que juega con las mariposas y los pájaros. Jamás les hace daño, es su amigo, le gusta saltar con ellos... como si quisiera volar.
      El viejo jubilado lo mira sonriendo, y a veces gesticula. Unos dicen que habla consigo mismo. Algunos, que medita. Otros, que recuerda. Y todos murmuran que también es medio loco.
      Tienen razón... ¿No se da siempre la razón a los locos?
      Pero lejos, en un manicomio (perdón, en una casa de salud) un viejo loco (perdón, un paciente) sabe la verdad. Sabe que su amigo ha logrado la libertad. Que habla con él, con Juan...
      Y que sólo son... Charlas con el Loco de la Esquina.
...oo0oo...

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CONCLUSIÓN

      El libro debe concluir. Todo tiene un final, menos la locura.
      Se dijo en la introducción que en todas las ciudades, barrios, pueblos, caseríos, hay una esquina. Y que era seguro que en alguna de esas esquinas hubiese un loco.
      Pero, cada día es más difícil afirmarlo. Nos ha arrollado el delirio del progreso con su enajenante velocidad de cambios.
      Y el progreso está basado en dos grandes principios:
      Nuestro natural instinto hacia la comodidad, y nuestra anormal tendencia a complicar las cosas.
      Una de las cosas que más ha cambiado su valorización, es la locura. Para los primitivos era un don misterioso. Luego, al dominarnos los dogmas y la razón, fue despreciada.
      Y ahora, que todo debe tener un motivo, se le ve como una enfermedad consecuente de innumerables y extrañas causas.
      Un día surgió un médico llamado Freud, tan raro que debe decirse “froid”. Freud cambió a la humanidad. Antes era un mundo de locos. Después de él, todos somos anormales.
      No una anormalidad pareja e igualitaria, hay diferencias.
      Hoy constituimos una sociedad de anormales, donde los ricos son alienados que sufren de neurosis y van al siquiatra, y los pobres son locos que tienen sicosis y van al manicomio.
      Esquizofrenia, paranoia, psicopatía, neurótico, siquiatría, y muchas más palabras rebuscadas del griego, forman parte de nuestro lenguaje actual para referirnos al loco y su locura.
      ¡Cómo se reirían al oírlas Juan y su amigo en la esquina!
      Finalicemos. Y si es posible, con un recuerdo hacia ellos.
      El libro termina... pero la locura, jamás.
...oo0oo...
Rosalino Carigi
Marzo, año 2003

Pág. 90


EN OTRO LUGAR,
           EN OTRO MOMENTO,
                    EN OTRO TIEMPO.
      Finalicé de escribir este libro en el año 2003.
      Tenía yo 64 años y aún permanecían en mí las mismas ansias con las que viví los 50 años en Venezuela.
      Quise transmitir en los cuentos lo que yo hubiese hablado, si me hubiera quedado en ese país del sur, con el loco que habría estado en la esquina de las calles Barcelona y Portugal; en el Cerro de Montevideo, barrio donde me crie.
      En ninguno de los personajes fui yo realmente. Fueron lo que, tal vez, pude ser. Pero, es evidente que me desdoblé en ellos.
      Tres años después, en el 2006, a instancias de mi hija menor, decidí publicarlo en el Uruguay. Que lo imprimiesen; puesto que nunca llegó al público y a las librerías.
      Un libro ágil. -dijo ella. Y… salió a la luz de la imprenta.
      Poco tiempo después debí retornar para siempre al Uruguay.
      Y en julio de 2015, gracias a la cibernética, lo pongo en este blog. No sé si alguien lo vea, ya que dudo si lo hice bien.
      Quizás vague en la “nube” de las cosas perdidas en internet.
      O quizás, alguna vez, alguien lo encuentre sin buscarlo.
      Y al verlo exclame:
      -¿¡Qué loco escribió esto!?
      Y, posiblemente, un minúsculo grano de polvo al viento, de ese polvo de estrellas, del cual estamos formados todos y todo, vibre sin explicación.
...oo0oo...
Rosalino Carigi
Julio del año 2015

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